04 abril 2007

O tempora!, o mores!

Santiago González

Uno de los hechos más sobresalientes de la última semana ha sido la práctica unanimidad que los periodistas hemos puesto en la anécdota del precio de la taza de café de Zapatero, y la voluntad de empujarla hacia la categoría. “¿Cuánto vale una taza de café?”,preguntó el héroe mediático. “Ochenta céntimos, aproximadamente”, respondió el presidente, con el mismo aplomo que pone en todas sus respuestas. “Eso era en tiempos del abuelo Patxi”, replicó el preguntador, sin que algunos columnistas cayeran en que Patxi es hipocorístico de Francisco y que el abuelo Patxi era Franco, no el abuelo Víctor, que fue picador allá en la mina.
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Zapatero se equivocó, aunque no tanto como su interlocutor. Los 80 céntimos estimados con su ojo de buen cubero están mucho más cerca del precio real de un café de hoy que de lo que valía en 1975, menos de diez céntimos con toda seguridad.
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No hay duda de que el presidente es un hombre de su tiempo y no cuesta trabajo imaginarle un sábado en un supermercado, haciendo la compra para la semana. Hasta hace tres años. Desde que su victoria electoral de marzo de 2004 lo llevó a la presidencia del Gobierno, ni va con su mujer a hacer la intendencia semanal, ni queda a tomar café con los amigos. Es, en consecuencia, muy probable que no sepa cuanto vale un café, el precio de una barra de pan ni el del billete de metro. Haber dado con una respuesta plausible no querría decir nada; sólo que algún asesor de imagen había previsto una pregunta que ya era demagógica cuando aquella periodista se la hizo por primera vez a Giscard d’Estaign en una entrevista electoral.
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Uno de los problemas de Zapatero es su incapacidad para expresarse de manera natural: “No lo sé. Desde que los españoles me confiaron la presidencia del Gobierno no he ido a tomar café a ningún bar”. Por ejemplo. O “en el bar del Congreso, que es el único lugar en el que tomo café pagando, cuesta setenta céntimos”.
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Pudo hacerlo de manera natural, pero se equivocó y el café de ochenta céntimos se convirtió en uno de los grandes asuntos nacionales. Unas horas más tarde, un hostelero de Antequera, llamado Antonio Podadera, colocó un cartel sobre la cafetera de su establecimiento en el que se leía: En honor a las palabras de nuestro presidente hoy “el café” a 80 cents.
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El Café Bar del Centro, que tal es el nombre de este benemérito establecimiento, se acaba de constituir en una metáfora de la España de ahora mismo. Si las palabras del presidente no coinciden con los hechos, modifiquemos los hechos. Es muy probable que el simpatizante Podadera no haya leído nunca a Orwell aunque sepa instintivamente que

“Al nacionalista le obsesiona la creencia de que el pasado puede ser alterado. Malgasta parte de su tiempo en un mundo de fantasía en el que los hechos ocurren tal como deberían haber ocurrido [...] e intenta trasplantar los hechos desde ese mundo a los libros de historia cuanto antes.”

Si el presidente no acertó con el precio del café, se cambia el precio del café y santas pascuas. Si las promesas hechas a los nacionalistas catalanes de hacerse con Endesa fracasan, lo mismo. Dirán que estos dos casos son distintos y, efectivamente, hay una diferencia. Antonio Podadera sabe que no puede mantener la ficción indefinidamente porque sería fatal para el negocio. Con lo público es distinto, porque se paga a escote y es lo que decía la ministra de Cultura en una circunstancia muy concreta, que es donde se puede mostrar el arraigo de los principios ideológicos: “estamos manejando dinero público y el dinero público no es de nadie.”
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Sin embargo, hubo momentos espectaculares en las respuestas del presidente a los ciudadanos constituidos en gran rueda de Prensa. Como aquella en que Zapatero volvió a contar que, recién nombrado jefe de la Oposición fue a la Moncloa a ver al entonces presidente Aznar y que, para admiración de la concurrencia y los televidentes, dijo que le dijo: “Nada me haría tanta ilusión como ver juntos el final del terrorismo, siendo tú el presidente del Gobierno y yo el jefe de la Oposición”. Era un diálogo improbable. Tenía que haber forzosamente una posibilidad más ilusionante: “siendo yo el presidente del Gobierno”.
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La esencia de la democracia es para las fuerzas del bien un programa de televisión. Sin embargo, el momento cumbre fue el diálogo establecido entre un joven de 19 años, preocupado por la carestía de la vivienda y por sus expectativas, más bien lejanas, de poder comprarse un piso. Zapatero se remontó a las alturas macro para soslayar las preguntas micro y detalló que su Gobierno había desacelerado el aumento del precio de la vivienda del 17% del año pasado al 9% del presente y había duplicado el dinero destinado a vivienda protegida.
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"Perdone, pero con todo lo que me ha dicho, yo sigo sin comprar un piso. Aun así, le doy las gracias", repondió el muchacho, tenaz, aunque educado.

-«Te doy las gracias por darme las gracias. Y deseo que tengas la posibilidad de tener un piso», contestó Zapatero.

Impresionante diálogo que resume muy bien el espíritu de nuestro tiempo y define a la perfección a la generación llamada a sucedernos. En aquel gran momento televisivo uno echó de menos a un presidente veraz. Alguien que dijera, por ejemplo: “Si alguien te ha hecho creer que tener un piso en propiedad es un derecho que la Constitución garantiza a los españoles en cuanto cumplen los 18 años, te ha engañado miserablemente. Yo en tu lugar buscaría un trabajo, empezaría a responsabilizarme de mi mismo, alquilaría un piso con otros tres colegas y aprendería a vivir en comunidad. Después, cuando termines los estudios y tengas un trabajo, ahorras, les pides algo de dinero a tus padres y la mayor parte a la Caja de Ahorros mediante préstamo hipotecario y es así como funciona el tema.”
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Es más fácil la demagogia, esa banal cultura de la satisfacción que hace a nuestros jóvenes titulares de derechos pero no sujetos de obligaciones, que obliga a los progenitores (a, b, c) al buen rollito de hacerse amigos de sus hijos, en lugar de cumplir su responsabilidad de padres. Hace años, me parece que era en los tiempos de la ministra Matilde Fernández y durante la campaña ‘Póntelo, pónselo’ las televisiones mostraban un ‘spot’ televisivo en el que una adolescente crecidita se despedía de su madre para ir de marcha. “Adiós, mamá”. “¿Lo llevas todo, hija?” “Sí, mamá”. “Pero, ¿todo, todo?”, insistía la petarda, a lo que la niña respondía con un gesto de teatral paciencia: “Sí, mamá”, mientras sacaba del bolsillo trasero del pantalón un preservativo. Era tan obsceno el planteamiento que cada vez que veía el anuncio alentaba la secreta ilusión de que la moza sacara del bolso una ristra de condones, unas dos docenas, para desplegarlos en acordeón ante la mirada horrorizada de la pelma de su madre.

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