25 noviembre 2007



Qué menos que Mas

Santiago González

Artur Mas impartió la semana pasada una conferencia multitudinaria para proponer una refundación del catalanismo basada en el ‘derecho a decidir’, una de esas virguerías conceptuales que el nacionalismo vasco ha difundido por el mundo, una martingala que aparenta decir una cosa y mete otra de rondón. El derecho a decidir es un eufemismo bajo el que se esconde el hipotético derecho de autodeterminación, que es –era hasta que el concepto arraigó entre nosotros- la facultad de constituir un estado los habitantes de algunos territorios en proceso de descolonización. Se dice ‘derecho a decidir’, qué hay de malo en ello, mientras se piensa y se da a entender ‘autodeterminación’. Se dice ‘consulta’ como quien dice ‘referéndum’ con el aire inocente de querer decir ‘encuesta’. Mas lo ha dicho con frase certera: “Yo no digo ‘independencia’, pero el derecho a decidir lo incluye todo.”

Artur Mas es un dirigente político de carisma contenido que ha cargado con la pesada tarea de administrar la herencia del pujolismo desde la oposición. Con él se terminaron 23 años de gobierno de CiU, en los que Pujol se conformó con gobernar a la sombra del Estatut de Sau. Sólo una parte ínfima de la sociedad catalana sentía la urgencia de reformarlo, un 4%, según encuesta de la Generalitat, publicada en La Vanguardia. Tuvo que producirse una venturosa conjunción de estrellas: Maragall, que llevó la reforma del Estatut a su programa electoral, y Zapatero, que el 13 de noviembre de 2003 le prometió en un mitin: “Aceptaré el estatuto que proponga el Parlamento de Cataluña”.

En sus primeras elecciones como candidato, Mas sacó más escaños que ninguno de sus oponentes, pero la alianza tripartita le impidió llegar a la Casa dels Canonges. Maragall lo maltrató como jefe de la oposición: “vostés tenen un problema i aquest problema es diu tres per cent”, le dijo el 24 de febrero de 2005 en el Parlament, alusión que fue comprendida a la perfección por nuestro héroe, a juzgar por su respuesta: “Vostè, senyor president, acaba d’engegar la legislatura a fer punyetes”.

El agua no llegó al río y el esforzado convergente fue a ver al presidente Zapatero las dos veces que el Estatuto estuvo a punto de naufragar: el 18 de septiembre de 2005 pactaron la financiación y el 21 de enero de 2006, acordaron que Cataluña gestionaría el 50% del IRPF y del IVA y que recibiría una inversión del Estado equivalente en porcentaje al que Cataluña aporta al PIB durante siete años (unos 4.000 millones de euros).

El Estatuto aprobado por el Parlament fue reformado y sometido a referéndum. El resultado no admite comparación con el anterior: menos del 50% de participación; 14,3 puntos menos sobre el voto emitido, 16,12 puntos menos sobre el censo. El presidente del Gobierno había dicho en el Congreso el año anterior que la historia constitucional de España había sido un recetario de fracasos porque “se hicieron normas políticas con el 51%, y las normas políticas con el 51% para ordenar la convivencia acaban en el fracaso.” El argumento que valió para rechazar el plan Ibarretxe no valió para el Estatut. Los convergentes, tardíamente incorporados a la reforma estatutaria, disputaron a ERC la primera fila y Mas llegó a sobrepasar el pacto del Tinell al comprometerse ante notario en la campaña electoral de 2006 a no pactar con el PP.

El resultado no podía ser otro: a pesar de mejorar sus posiciones electorales, Mas volvió a verse preterido, esta vez por un charnego. Y se nos ha echado al monte, a ver si así empiezan a respetarlo como a Carod Rovira.

Siempre pasa lo mismo. Cuando el nacionalismo vasco trata de construir una pista de aterrizaje para los nacionalistas violentos, son ellos mismos los que la usan como pista de despegue. Mutatis mutandis, cuando la izquierda hace esfuerzos extraordinarios para hacer que los nacionalistas se sientan cómodos en una España plural, acaba contagiándose del prurito. La izquierda ignora la sabia advertencia de Ortega y Gasset en mayo de 1932 sobre la inconveniencia de tratar de resolver de una vez por todas el problema catalán, porque el esfuerzo no haría sino enconarlo: “en cambio, es bien posible conllevarlo”. Azaña rebatió con brillantez a Ortega y su tesis sigue inspirando 75 años después la visión de la izquierda española, sin tener en cuenta que dos años después, Companys proclamaría el Estat Catalá contra la República. El 29 de julio de 1937, Azaña da cuenta en sus ‘Diarios’ de la razón que asiste a Negrín “respecto de los asuntos catalanes”, al tiempo que cargaba contra “los abusos, rapacerías, locuras y fracasos de la Generalitat y consortes” y se maravilla de que “los periódicos nunca han dicho la verdad sobre Cataluña”.

Todo es interpretable. “Menos es Mas” gritó Mies van der Rohe para declarar inaugurado el minimalismo y el título de su manifiesto es también una divisa que repite para su consuelo el president Montilla.

18 noviembre 2007



Culpa y responsabilidad

Santiago González

Televisión Española exhibió ayer el vídeo grabado por las cámaras de seguridad de los juzgados de Getxo hace ocho días. Sólo hay en él una secuencia de interés, en la que los dos terroristas actuantes colocan sendos artefactos explosivos: el primero, a las puertas de los juzgados. El segundo, en una papelera situada a escasos metros, al pie de las escaleras que conducen a la entrada.

La historia es conocida: una llamada advirtió a la Ertzaintza de la colocación de una bomba a las seis de la mañana del domingo, con la intención de que una segunda causara una carnicería entre los artificieros de la Policía autonómica. La Ertzaintza acude rápida al lugar y desactiva la primera bomba, que no había hecho explosión por un fallo mecánico. El segundo artefacto, que no fue detectado hasta ocho horas después de la llamada, estuvo en la papelera mientras docenas de ertzainas, periodistas y políticos iban y venían dentro del radio de acción de la bomba.

Las primeras declaraciones del consejero de Interior explicaron que el atentado se había maquinado en Francia y abundaron en la reclamación de la capacidad de investigar en el país vecino. Fue más lacónico al dar detalles sobre el agujero de seguridad que expuso a muchas personas a un peligro cierto durante mucho tiempo. Es verdad que “esto no es una ciencia exacta”, como dijo Balza, pero toda imprecisión admite grados y está claro que la mañana del día 11 los protocolos de seguridad, que están entre los más altos de Europa, según el propio consejero, no se aplicaron. El Departamento lo reconocía implícitamente una semana después al relevar al ertzaina que debía revisar el vídeo de seguridad. Algo tendrá que ver en esto el hecho de que la consejería de Justicia sustituyera el año pasado a muchos vigilantes de las cámaras de seguridad por auxiliares carentes de formación. No es comprensible que no se estableciera un cordón de seguridad en toda el área o que no se revisara cada papelera, cada seto, cada lugar susceptible de servir de escondrijo a un artefacto. El problema no es sólo que el agente encargado de supervisar los vídeos se relajara en su tarea. Roza el surrealismo que durante ocho larguísimas horas nadie, ningún responsable se interesara por la información que aportaban las cámaras de seguridad, cuántos eran, qué aspecto tenían, si iban enmascarados, si podía calcularse su estatura aproximada y un etcétera de cuestiones de cierto interés para la investigación.

Hay una explicación bastante simple para hechos como estos: una de las primeras consecuencias de un proceso de negociaciones con una banda terrorista es que la Policía se afloja la faja. No sólo la autonómica; también la otra y los vigilantes jurados y las víctimas potenciales que han vuelto a las viejas rutinas y horarios y ya no miran bajo el coche antes de arrancarlo, es ley de vida.

Examinemos este caso a la luz de la doctrina establecida por el presidente del Gobierno en la reunión de la Ejecutiva Federal de su partido. Junto a una obviedad, que la culpable de la violencia es ETA, hizo el diagnóstico más inane de una organización terrorista que jamás haya hecho gobernante alguno: “ETA ha demostrado que es cobarde e incapaz, que sólo sabe usar la violencia sin objetivo y sin estrategia”. Parece innegable que los terroristas ahora salen peor cualificados, pero, ¿qué quiere decir ‘cobardes’?¿De veras cree el presidente que los terroristas no tienen objetivos ni estrategia?¿Qué significa “dejar siempre de lado, entre demócratas y en el debate político, lo que significa el terror”?

Parece que el deber de la oposición en el Parlamento vasco sería preguntar al consejero de Interior qué falló en las medidas de seguridad para hacer posible el desaguisado descrito más arriba. No parece que la seguridad de los ciudadanos sea una cuestión que puedan manejar los gobiernos a su antojo, sin el control de la oposición. La política antiterrorista debería estar fuera del debate partidario, pero sólo hay una manera de hacerlo en democracia: mediante el acuerdo previo entre el Gobierno y la oposición sobre las líneas generales de dicha política. Como lo que establecía el pacto antiterrorista, pero sin incumplirlo.

La culpa de las bombas y la mutilación del artificiero de la Ertzaintza por la explosión del detonador es culpa de ETA; la responsabilidad de la seguridad es del Gobierno vasco. De que ETA haya vuelto a matar y siga intentándolo sólo tienen la culpa los terroristas, pero el Gobierno está obligado a explicar su fallida iniciativa, si cometió error de apreciación, si dijo la verdad o no. De los atentados del 11-M tuvieron la culpa sus autores, no el Gobierno del PP, pero Aznar fue responsable de la gestión de aquella crisis y el PSOE no vaciló en pedirle cuentas y cobrárselas en las urnas. Lo que no sería de recibo es que pasaran la misma factura al cobro otra vez en marzo.

11 noviembre 2007


El color del presidente

Mario Sáenz de Buruaga

La transición española, anhelada en sus modos y formas por tantos países, no fue sencilla, y supuso, antes que nada, generosidad y cintura en saber sortear odios, venganzas y nostalgias. Pero no es a esta reciente y apasionante etapa de la Historia a la que me quiero referir, sino a esos personajes que, sin poseer carné alguno para circular con solvencia por la autopista de la lucha por la democracia, o bien se les adjudica por terceros un marchamo que nunca tuvieron o, peor aún, se autoproclaman gladiadores de una trayectoria inequívoca en su compromiso (palabra que en aquel tiempo tanto significó). Y en esta pirueta tan extendida de querer estar donde realmente no se estuvo, tomo como singular ejemplo, aunque en su caso bien es verdad que más por la primera alternativa que por la segunda, al presidente del Gobierno. Coincidí con él, en el espacio y en el tiempo, durante el periodo universitario leonés, ése en el que muchos éramos rojos, algunos incluso muy rojos, color con el que hoy se embadurnan gran parte de los que en aquel tiempo tenían cuando menos las cualidades del agua, incoloros, inodoros e insípidos, y cuando más desteñían ligeramente en azul de camisa prieta.

Reprochar actualmente a los compañeros de Facultad o de otras facultades o escuelas universitarias que no tuvieran, en ese momento tan decisivo, un mínimo papel activo en la cantidad de frentes en los que se podía trabajar por los derechos más obvios que a una democracia se le suponen, no sería de recibo; y no lo sería porque cada cual procede de su particular escenario social, con un entorno familiar diferente, con unas creencias diversas, con una formación académica específica, con unas prioridades que no podían ser para todos las mismas, en definitiva, con unas formas de ser tan singulares como distintas personas existen. La calificación de reaccionarios que con tanta facilidad asignábamos a quien no cooperaba en aquellos trances, queda hoy ajustada en su tiempo, y desde luego se comprende que no todos se forjaran políticamente en esta frontera entre la dictadura franquista y la transición hacia la democracia.

Vanagloriarse con cierta modestia de haber participado y trabajado en la embrionaria democracia es lógico y, si se me permite, justo. Relatar las batallitas que uno puso en marcha o en las que colaboró, supone un ejercicio de piadosa vanidad que deben escuchar o soportar de vez en cuando la familia o los amigos, y si no se es muy pelma o no se va de pedante libertador en plan Che, hasta puede lograrse la sincera atención del foro al que se habla e incluso su consideración por el compromiso o coraje exhibidos. Pero la cosa se complica cuando, a menudo, en esas conversaciones surgen como setas personas que prácticamente empatan tus méritos cuando no los superan; pareciera que todo quisqui estuvo frente a los 'grises' y que toda la población estuvo a punto de entrar en la cárcel. Esta pose abunda en la clase intelectual, en la de artistas y por supuesto en la de políticos de izquierdas, haciéndonos creer que no hay ni uno solo de esa generación que no estuviera en la pomada. Y no, para nada. Aunque no se aspire a ninguna medalla, tampoco gusta que las muescas de lucha que cada cual tiene se diluyan en un pantano donde de repente todo el mundo nada con estilo y tiene episodios que protagonizar.

Y refiriéndome ya a la, entonces, pequeña Universidad de León, que en aquellos años de la transición pertenecía al distrito universitario de Valladolid, puedo afirmar, sin ninguna duda y con multitud de datos, que la aportación de José Luis Rodríguez Zapatero en todo lo que aconteció en esos años, que hervían en sucesos, reivindicaciones e iniciativas por la democracia, fue simplemente nula. Y ya digo, nada que reprocharle en principio, pero, claro, a cada cual lo suyo, y por algunas de sus palabras, aunque más bien por las que le lanzan de adorno el coro que le rodea y la prensa que le venera, podría pensarse que no fue así y que ya despuntaba en su progresía y rojerío cuando ello era obligatorio para quien tenía a flor de piel la conciencia de conocer la desgracia de la dictadura y el anhelo de la libertad. Estarán conmigo en que resulta extrañísimo que si Zapatero estaba tan sensibilizado por el fusilamiento de su abuelo en la Guerra Civil (algo que le marcó en su adolescencia tal como él mismo ha comentado en multitud de ocasiones), no tuviera papel relevante o al menos visible en ninguno de los mítines que se organizaban por cualquiera de los episodios que envolvían a la sociedad en general y a la Universidad en particular, no tomara parte, activa al menos, en ninguna de las asambleas que supusieron movilizaciones masivas en esa ciudad, no se citara con nadie para hacer pintadas nocturnas por León, para repartir pasquines o para acudir a las mil citas que, clandestinas unas y mimetizadas otras a través de actividades de cine-club, tertulias, conciertos de café , se organizaban en esta ciudad, al igual que ocurría en todos los pueblos de España.

A ZP no le recordamos, no estuvo en la organización de nada ni se la jugó con nada. Dice su biografía que ingresó en el PSOE en 1979; no lo dudo pero bien sabemos que este partido tuvo muy poca entidad en la universidad española de la transición, y desde luego prácticamente inexistente en la leonesa. Quienes estaban en el fervor y la ebullición política de la transición universitaria, fundamentalmente militaban o simpatizaban con el comunismo (PCE) o con los partidos de la extrema izquierda (ORT, PTE, LCR, MCE, OIC ), los que, por cierto, consideraban al primero poco menos que algo carca (qué tiempos) por su revisionismo de la doctrina marxista-leninista. ¿Dónde estaba ZP en ese escenario? ¿Dónde cuando la creación del Sindicato Universitario Democrático de 1980? ¿Dónde cuando los actos que se organizaron tras el golpe de Estado del 23-F de 1981? No estaba, se lo aseguro. Creo no confundirme si digo que ni uno solo de los estudiantes leoneses de finales de los 70 y década de los 80 nombraría a ZP como alguien a quien relacionen, veladamente siquiera, como presente en las movidas universitarias leonesas; y como dar nombres da consistencia, debo decir que con toda seguridad aquellos sí recordarán y mencionarían a Manolo Cavero (Veterinaria), Ignacio Fernández, Hilario Franco y Begoña Martínez (Filosofía y Letras), Quini Martínez (Derecho) o Mercedes Carlón y, perdónenme, un servidor (Biológicas), por citar sólo a algunos de los que sí estuvimos. ZP fue un estudiante más, un estudiante que en su participación política fue perfectamente anodino dentro de su propia Facultad de Derecho y más aún dentro de la Universidad como institución ya que tampoco en su breve etapa de profesor se le puede vincular con otra cosa que no fuera su posterior vocación política oficial, ésa que desembocaría en aspirar a la Secretaría provincial del partido, lo que no tardó en conseguir.

ZP dice que es rojo de siempre; pues bien, si lo es, en aquel tiempo tan proclive a ello no lo demostró. Moratinos, ante las fotos de ZP con el pañuelo palestino, indica que no son sino un detalle juvenil; pues entonces sus detalles van con significativo retraso. Pareciera que ZP desea gastar los cartuchos que en su día no tiró, pero hacerlo cuando se es el jefe de la oposición (por ejemplo, no levantarse al paso de la bandera norteamericana en un desfile oficial) o cuando se lleva el timón de la nave, suena más a nostalgia de un tiempo perdido y afortunadamente superado.

En fin, que ya sé que con la que está cayendo y con lo que tenemos entre manos en cuanto a los melones que ZP ha abierto en política nacional e internacional, hablar de su paso político por la Universidad no es lo más importante, pero si manejamos los cromatismos de antaño, por favor, donde hay gris no lo sustituyamos por rojo. Y ya que se desentierra la denominada memoria histórica, ésa que quieren ahora plasmar en formato de ley como si la memoria de cada cual pudiera amoldarse a la que un gobierno determinado quiere imprimir en el BOE, y como estamos en verano, digo, acudamos a la escuela de calor para recordar dónde estuvo cada cual no cediendo a la tentación de apuntarse a partidos nunca jugados o a dejarse incluir en alineaciones de equipos con los que ni siquiera se intentó entrenar.

El Correo, 28 de julio de 2006


04 noviembre 2007



Un relato consistente

Santiago González

La sentencia del 11-M es modélica: examina los hechos que sucedieron, no los que pudieron haber sucedido y los ordena con criterio lógico para servirlos en prosa inteligible, antes de establecer las responsabilidades y sus penas. El fallo podría haber sido tan aceptable para el Gobierno como para la oposición, a condición de que el primero renunciara a la guerra de Irak como explicación de los atentados y la segunda descartara las teorías conspirativas y la participación de ETA. No ha podido ser. Da la impresión de que el PSOE no renuncia a reeditar aquella jornada de reflexión y pasar al cobro otra vez la misma letra, por si cuela. El PP, por su parte, muestra una querencia irrefrenable por colocarse en el espacio que más le perjudica.

El asesor del Ministerio del Interior en cuestiones de terrorismo, Fernando Reinares, había distinguido en diciembre de 2004 la causa de la excusa y desaconsejaba la creencia en conspiraciones complejas:

"En este momento, hay dos circunstancias que están impidiendo que exista esa debida concienciación social y esa debida cobertura institucional. Una de ellas es la idea de que lo que ocurrió el 11 de marzo es una consecuencia de la guerra de Irak. Yo creo que esto no es así. La amenaza genérica contra España es muy anterior, la amenaza específica se materializa probablemente a inicios del año 2000. (…) La segunda idea que se debe desechar es insistir en relacionar a Marruecos con la masacre y en que "al final, detrás de todo hay una relación de ETA o se encuentra ETA". (15-12-2004)

La guerra de Irak como causa había sido esgrimida ya tras los atentados de Casablanca, por el entonces jefe de la oposición, por el secretario de Organización del PSOE y por quien había sido presidente del Gobierno, Felipe González:

«Aznar debe (de)ser la única persona de España que no ve relación entre los atentados y la guerra de Irak»,

dijo en un mitin de su partido durante la campaña de las elecciones municipales. Zapatero, ya de presidente, volvió a aludir a la guerra de Irak como causa del aumento del riesgo de atentado islamista (13-12-2004), aunque su acreditado relativismo le llevó a afirmar lo contrario durante su visita a Tony Blair, unos días después de los atentados de Londres:

"Más allá de las posiciones y decisiones que cada país haya tomado sobre lo que fue la intervención militar en Irak, sí quiero decir que el riesgo es global, como acabamos de ver por el atentado en Egipto" (27-7-2005).

Tras la sentencia, el presidente del Gobierno ha mantenido una posición institucional, que debió ser seguida esa misma mañana por el líder de la oposición. De ahí para abajo todo ha ido a peor: el secretario de Organización del PSOE ha repartido sambenitos de “autor intelectual”, “autor material” y “colaboradores necesarios” entre los dirigentes del PP, eso que el necesario laconismo del sms sintetiza en: “Aznar, asesino”. El ministro del Interior invitaba irónicamente a Rajoy a repetir: “ETA no ha sido”, una frase que nadie pronuncia como él, tras haberla ensayado tantas veces durante el llamado ‘proceso de paz’.

Cuesta más entender lo de Rajoy, su innecesaria predisposición a apoyar investigaciones “sin límites” tras una sentencia que implícitamente declaraba insatisfactoria con esas palabras. Ya fue incomprensible que él mismo pidiese una Comisión de Investigación en el Congreso, aquellos ocho meses de pimpampún. ¿Para qué? La función de tal órgano no era otra que depurar responsabilidades políticas y el PP las había depurado hasta perder las elecciones.

No fue sólo por el atentado. La desastrosa gestión de aquella crisis merece capítulo aparte. Creo firmemente que Acebes no mintió, que aquellos tres días fue sólo un ministro desarbolado por el pánico, que trataba de empujar los hechos hacia el lugar en el que menos daño hacían. No trató de ocultarlos. Los dio a conocer en tiempo real (una imprudencia) y en sólo 72 horas la policía detuvo a la práctica totalidad de los autores materiales que han sido condenados en la Casa de Campo. Los absueltos fueron detenidos después.

No tendría que dar facilidades para otra campaña como aquella. Nunca debieron estirar más allá de toda demostración posible teorías conspiratorias que tampoco les llevaban a ninguna parte. Supongamos la más paranoica de las hipótesis posibles (e imposibles): que unos terroristas islamistas en UTE (unión temporal de empresas) con ETA y en connivencia con mineros asturianos, guardias civiles, agentes marroquíes y militantes del PSOE urdieron la masacre para desalojar al PP del Gobierno. El ministro del Interior habría incurrido en una responsabilidad política por incompetencia más que notable. Esa versión arruinaría un balance muy positivo de los Gobiernos del PP en su lucha contra ETA y, finalmente, no le beneficiaría ante la opinión pública. El personal muestra más simpatía por el payaso que da las bofetadas que por el que las recibe. Es un rasgo de carácter.