26 octubre 2007




El Gobierno y los jueces

Santiago González

El último Consejo de Ministros tomó una decisión excepcional: recusar a dos magistrados del Tribunal Constitucional para apartarles del recurso del PP contra la reforma de la norma que lo regula (LOTC) ¡por haber expresado su opinión contraria a la prórroga de la presidenta dentro del propio TC! Nunca había pasado. Los partidarios del Gobierno (y de las analogías tontas) han tratado de quitar hierro al asunto citando un precedente: la recusación por el PP del magistrado Pérez-Tremps en el recurso contra el Estatuto de Autonomía de Cataluña.

No es posible comparar, aunque todos los partidos quieren inhibir los controles cuando acceden al Gobierno. En la oposición definen el sistema como un contrato de desconfianzas. Cuando llegan al Gobierno se apuntan al optimismo antropológico y se toman a mal que se pueda desconfiar de su palabra.

Sin embargo, la oposición tiene mucha menos capacidad para erosionar la independencia del TC que el Gobierno. Los tres poderes que articulan el Estado de Derecho no son Legislativo, Judicial y Opositor, por mucho que haya una cantidad significativa de conciudadanos que llevan toda la legislatura exigiendo responsabilidades del estado de las cosas, no al Gobierno, sino justamente al partido que carece de poder, presupuesto e iniciativa legislativa.

Es verdad que entre el Gobierno y el poder legislativo hay una inevitable ósmosis, puesto que el partido mayoritario en el parlamento es quien propone al presidente del Gobierno. La membrana que los separa es más permeable en un sistema como el nuestro, en el que los diputados proceden de listas cerradas y bloqueadas y la relación del elegido con sus votantes es más débil que con el aparato que elabora las listas.

Durante la primera legislatura socialista, cuando gobernaban aupados en una mayoría de 202 escaños, al entonces vicepresidente, Alfonso Guerra, se le ocurrió una frase que ha quedado cincelada en mármol para siempre: “Montesquieu ha muerto”.

En aquella legislatura se promulgó la Ley Orgánica 6/85 del Poder Judicial que sustituía y derogaba la aprobada cinco años antes, del Consejo General del Poder Judicial. La nueva ley introdujo un cambio sustancial en los criterios de elección del Consejo. Los 12 vocales que escogían los jueces, pasaban a ser elegidos, la mitad por el Congreso y la otra mitad por el Senado. El papel de los jueces se ha limitado a partir de entonces a proponer 36 candidatos para que el Congreso seleccione seis y el Senado otros seis de entre los 30 restantes.

La consecuencia más importante de esa reforma legislativa es que creó una mayor dependencia de la Justicia respecto de los partidos políticos, que controlan los otros dos poderes del estado, si bien queda al menos el blindaje que exigía una mayoría de 3/5, impuesta por el art. 122.3 de la C.E.

Se han dado más pasos en todos estos años. En la citada L.O. 6/85 se ampliaba el acceso a la carrera judicial a juristas de reconocido prestigio, que no precisaban de concurso-oposición para acceder a plazas de juez (3er turno) y magistrado (4º turno). La misma Ley posibilitaba la salida de la carrera judicial a la política con la vuelta inmediata, sin un periodo de descompresión para que el juez recién reincorporado no tuviera que entender de asuntos con los que había tenido relación durante su paso por el Ejecutivo o el legislativo. Esta carencia hizo posible la portentosa aventura de Baltasar Garzón, de tan ingrato recuerdo que motivó una reforma de la Ley para establecer una cautela temporal entre la salida de la política y el regreso a la judicatura.

La independencia del poder judicial ha sufrido gravemente, en fin, con las imágenes de la regañina que la vicepresidenta del Gobierno echaba en público a la presidenta del Tribunal Constitucional, mientras ésta trataba en vano de aplacarla durante el desfile de la Fiesta Nacional. Esas imágenes son, en sí mismas una contraindicación para que María Emilia Casas continúe al frente del alto Tribunal.

La última propuesta del ministro de Justicia, que no acostumbra a distinguir entre ideas y ocurrencias, trataba de ensanchar el camino del cuarto turno, abriendo otra puerta trasera por la que acceder a la carrera judicial sin el engorro de las oposiciones, que hacen perder a los futuros jueces los preciosos años de la juventud memorizando códigos y leyes. Fernández Bermejo quiere unos jueces «impregnados de vida» antes que sumergidos en textos legales. Clasificar a los jueces en progresistas y conservadores ha sido una mala operación para la independencia del Poder Judicial, porque aumenta la tentación de los jueces de guarecerse en uno de los bandos. La ruptura del diálogo entre los dos grandes partidos era casi inevitable. Si prospera la recusación de otros tres magistrados por parte del PP, el TC se quedaría sin quorum y, aunque no prospere, ha quedado sin autoridad y sin prestigio. Montesquieu no murió cuando lo anunció Guerra, pero así, a ojo, si parece muy desmejorado.

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