Monumento a la falsificación
En marzo de 1991, un estudiante de 4º de Historia, Serafín Ruiz Selfa, dio noticia de un hallazgo que iba a revolucionar la moderna antropología: la cueva rupestre de Zubialde, en las estribaciones del monte Gorbea, donde los cromañones alaveses dejaron constancia pictórica de su estilo de vida hace 120 siglos, poco más o menos. En la gruta se contabilizaron veinte figuras de animales entre las que destacaban dos rinocerontes lanudos y un mamuth, cabras, bóvidos, bisontes, trece improntas de manos, 36 dibujos simbólicos y seis manchas informes.
Alava tenía sus propias cuevas de Altamira. Si a éstas se les había calificado de “la capilla sixtina” del arte rupestre, las autoridades alavesas no quisieron quedarse atrás. El diputado de Hacienda de Alava y candidato del PNV a diputado general en las elecciones que iban a celebrarse un par de meses más tarde, Alberto Ansola, les llamó “santuario rupestre” en una rueda de prensa conjunta con el afortunado estudiante, que recibió una recompensa foral de doce millones y medio de pesetas. El diputado foral de Cultura, José Ramón Peciña, explicó la importancia que el asunto tenía para la imagen del territorio: “el nombre de Alava, con esta noticia, dará la vuelta al mundo.
Tres reconocidos antropólogos vascos, Jesús Altuna, Juan Mª Apellániz e Ignacio Barandiarán, avalaron la autenticidad del descubrimiento en un estudio preliminar. hasta que dos colegas suyos británicos, desde su casa de Londres y sin otros elementos de análisis que las fotos publicadas en los periódicos, llegaron a la conclusión de que se trataba de un fraude.
Una investigación más minuciosa en el lugar de los hechos arruinó unas magníficas posibilidades de haber encontrado ¡por fin! el origen de los vascos. A efectos prácticos no importa demasiado, si se da por descontado que Adán y Eva hablaban euskera en el Paraíso Terrenal, pero el hallazgo de pruebas científicas dota de una seriedad extraordinaria a cualquier argumentación. Diecisiete meses y 35 millones después de la gran noticia, el mismo equipo de expertos que había avalado inicialmente la autenticidad del descubrimiento, determinó que las pinturas eran falsas. El tiempo y el dinero fueron invertidos en el análisis científico del hallazgo, que resultó ser un fraude. Las pinturas eran recientes y en la piedra se encontraron muestras verdes de estropajo, utilizado por los autores para difuminar los colores. La anatomía de los animales estaba representada de manera impropia y la piedra no mostraba fisuras o desprendimientos que confirmaran el paso del tiempo.
Sin embargo, la detección de la superchería no debía de ser tan difícil. El profesor de la Universidad de Southampton, Peter Ucko y Jill Cook, del Departamento de Prehistoria y Época Romana del British Museum, pudieron en tela de juicio la autenticidad del hallazgo desde un primer momento y sin moverse de sus casas. Una fotografía publicada en los periódicos ingleses despertó su escepticismo. Para pronunciarse en público les bastaron una serie de fotos y unas declaraciones de Serafín Ruiz. Los expertos británicos denunciaron la presencia de elementos extraños, desconocidos en otras pinturas rupestres, perspectivas insólitas en la representación de algunos animales y la mera representación de otros a los que se suponía extinguidos para la época a la que se atribuían las pinturas de Zubialde. El laboratorio de imagen de la Ertzaintza investigó las fotografías que el descubridor de la cueva había presentado al denunciar el hallazgo y descubrió que las diapositivas habían sido retocadas burdamente con rotulador.
A los arqueólogos vascos les pareció una frivolidad el pronunciamiento de los ingleses sobre tan escasas bases documentales diecisiete meses antes de que ellos llegaran a las mismas conclusiones. El diputado general de Álava prefirió mantenerse alejado de la polémica desde el descubrimiento del fraude: “normalmente no me suelo meter en este tipo de asuntos, porque lo habitual es no declarar en facetas (sic) de otros departamentos”. El descubridor fue condenado a devolver los 12,5 millones de pesetas a la Diputación y a pagar otros cinco en concepto de intereses y costas del juicio.
Se perdió la posibilidad de contar con un Santimamiñe alavés, pero se ganó a cambió una reputación en el campo de la investigación prehistórica y un respeto como arqueólogos. Se podría argumentar que para ojo clínico el de sus colegas ingleses, pero Altuna defendía el rigor metodológico como marca de fábrica de los investigadores vascos: “el análisis sólo debe ser científico”.
Es verdad que el análisis científico debería de ir acompañado, y aun precedido, de la lógica. Algo había de sospechoso en el hecho de que fuera precisamente un estudiante de Historia el que descubrió una cueva llena de pinturas prehistóricas. Cada profesión tiene su aquel y la tradición ha venido asignando con insistente machaconería a los pastores las misiones de descubrir cavernas y de ser testigos idóneos para las apariciones virginales. A nadie se le ocurre que la Virgen se le pueda aparecer a un Papa o a un arzobispo y aunque eventualmente se haya revelado a un viajante de comercio y a una dama de la buena sociedad marbellí, ninguno de los dos casos resiste la comparación con Lourdes y Fátima por citar dos ejemplos de apariciones clásicas.
Sin embargo, asuntos como éste no pueden arredrar a un pueblo con tanto apego a sus raíces, cuando se está predestinado colectivamente al triunfo. No hay un santuario rupestre alavés, pero a cambio, la gruta del Gorbea ha permitido realizar el estudio más importante que se jamás se hubiera hecho en el ámbito de las pinturas rupestres, según el presidente de la Asociación Internacional de Arte Rupestre Jean Clottes, que elevó a la categoria de monumento a la falsificación la reproducción de la cueva alavesa de Zubialde: “aunque sean falsas, son un monumento digno de ser conservado”.
Por otra parte, la cueva de Zubialde vino a poner en cuestión los límites del arte, una vez más, antes de tiempo. Pocos años después, las cuevas de Altamira, amenazadas por la masiva afluencia de visitantes, cerraban su verja al público y abrían en su lugar la ‘neocueva’, una fiel reproducción de las originales, una falsificación que sigue atrayendo a mucha gente. La autenticidad es un detalle irrelevante en un mundo en el que se han generalizado los parques temáticos. Lo malo del estudiante Serafín Ruiz y de los cándidos gestores de la Diputación alavesa es que se adelantaron en ocho o diez años a su tiempo. ¿Alguien reprocha a los parques jurásicos de La Rioja o Carranza que sus dinosaurios son de cartón piedra?
Alava tenía sus propias cuevas de Altamira. Si a éstas se les había calificado de “la capilla sixtina” del arte rupestre, las autoridades alavesas no quisieron quedarse atrás. El diputado de Hacienda de Alava y candidato del PNV a diputado general en las elecciones que iban a celebrarse un par de meses más tarde, Alberto Ansola, les llamó “santuario rupestre” en una rueda de prensa conjunta con el afortunado estudiante, que recibió una recompensa foral de doce millones y medio de pesetas. El diputado foral de Cultura, José Ramón Peciña, explicó la importancia que el asunto tenía para la imagen del territorio: “el nombre de Alava, con esta noticia, dará la vuelta al mundo.
Tres reconocidos antropólogos vascos, Jesús Altuna, Juan Mª Apellániz e Ignacio Barandiarán, avalaron la autenticidad del descubrimiento en un estudio preliminar. hasta que dos colegas suyos británicos, desde su casa de Londres y sin otros elementos de análisis que las fotos publicadas en los periódicos, llegaron a la conclusión de que se trataba de un fraude.
Una investigación más minuciosa en el lugar de los hechos arruinó unas magníficas posibilidades de haber encontrado ¡por fin! el origen de los vascos. A efectos prácticos no importa demasiado, si se da por descontado que Adán y Eva hablaban euskera en el Paraíso Terrenal, pero el hallazgo de pruebas científicas dota de una seriedad extraordinaria a cualquier argumentación. Diecisiete meses y 35 millones después de la gran noticia, el mismo equipo de expertos que había avalado inicialmente la autenticidad del descubrimiento, determinó que las pinturas eran falsas. El tiempo y el dinero fueron invertidos en el análisis científico del hallazgo, que resultó ser un fraude. Las pinturas eran recientes y en la piedra se encontraron muestras verdes de estropajo, utilizado por los autores para difuminar los colores. La anatomía de los animales estaba representada de manera impropia y la piedra no mostraba fisuras o desprendimientos que confirmaran el paso del tiempo.
Sin embargo, la detección de la superchería no debía de ser tan difícil. El profesor de la Universidad de Southampton, Peter Ucko y Jill Cook, del Departamento de Prehistoria y Época Romana del British Museum, pudieron en tela de juicio la autenticidad del hallazgo desde un primer momento y sin moverse de sus casas. Una fotografía publicada en los periódicos ingleses despertó su escepticismo. Para pronunciarse en público les bastaron una serie de fotos y unas declaraciones de Serafín Ruiz. Los expertos británicos denunciaron la presencia de elementos extraños, desconocidos en otras pinturas rupestres, perspectivas insólitas en la representación de algunos animales y la mera representación de otros a los que se suponía extinguidos para la época a la que se atribuían las pinturas de Zubialde. El laboratorio de imagen de la Ertzaintza investigó las fotografías que el descubridor de la cueva había presentado al denunciar el hallazgo y descubrió que las diapositivas habían sido retocadas burdamente con rotulador.
A los arqueólogos vascos les pareció una frivolidad el pronunciamiento de los ingleses sobre tan escasas bases documentales diecisiete meses antes de que ellos llegaran a las mismas conclusiones. El diputado general de Álava prefirió mantenerse alejado de la polémica desde el descubrimiento del fraude: “normalmente no me suelo meter en este tipo de asuntos, porque lo habitual es no declarar en facetas (sic) de otros departamentos”. El descubridor fue condenado a devolver los 12,5 millones de pesetas a la Diputación y a pagar otros cinco en concepto de intereses y costas del juicio.
Se perdió la posibilidad de contar con un Santimamiñe alavés, pero se ganó a cambió una reputación en el campo de la investigación prehistórica y un respeto como arqueólogos. Se podría argumentar que para ojo clínico el de sus colegas ingleses, pero Altuna defendía el rigor metodológico como marca de fábrica de los investigadores vascos: “el análisis sólo debe ser científico”.
Es verdad que el análisis científico debería de ir acompañado, y aun precedido, de la lógica. Algo había de sospechoso en el hecho de que fuera precisamente un estudiante de Historia el que descubrió una cueva llena de pinturas prehistóricas. Cada profesión tiene su aquel y la tradición ha venido asignando con insistente machaconería a los pastores las misiones de descubrir cavernas y de ser testigos idóneos para las apariciones virginales. A nadie se le ocurre que la Virgen se le pueda aparecer a un Papa o a un arzobispo y aunque eventualmente se haya revelado a un viajante de comercio y a una dama de la buena sociedad marbellí, ninguno de los dos casos resiste la comparación con Lourdes y Fátima por citar dos ejemplos de apariciones clásicas.
Sin embargo, asuntos como éste no pueden arredrar a un pueblo con tanto apego a sus raíces, cuando se está predestinado colectivamente al triunfo. No hay un santuario rupestre alavés, pero a cambio, la gruta del Gorbea ha permitido realizar el estudio más importante que se jamás se hubiera hecho en el ámbito de las pinturas rupestres, según el presidente de la Asociación Internacional de Arte Rupestre Jean Clottes, que elevó a la categoria de monumento a la falsificación la reproducción de la cueva alavesa de Zubialde: “aunque sean falsas, son un monumento digno de ser conservado”.
Por otra parte, la cueva de Zubialde vino a poner en cuestión los límites del arte, una vez más, antes de tiempo. Pocos años después, las cuevas de Altamira, amenazadas por la masiva afluencia de visitantes, cerraban su verja al público y abrían en su lugar la ‘neocueva’, una fiel reproducción de las originales, una falsificación que sigue atrayendo a mucha gente. La autenticidad es un detalle irrelevante en un mundo en el que se han generalizado los parques temáticos. Lo malo del estudiante Serafín Ruiz y de los cándidos gestores de la Diputación alavesa es que se adelantaron en ocho o diez años a su tiempo. ¿Alguien reprocha a los parques jurásicos de La Rioja o Carranza que sus dinosaurios son de cartón piedra?
(Santiago González. 'Palabra de vasco'. Ed. Espasa, 2004)
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