25 mayo 2007

Euskadi tras la retirada de ETA / 1

La enfermedad de la patria

La castigada sociedad vasca ha creado sus propios mecanismos darwinianos de supervivencia para hacer frente a la violencia ejercida en estas décadas

JOSÉ LUIS BARBERÍA 08/05/2006


Los vascos no han salido indemnes de la prueba del terrorismo, pero su percepción de lo ocurrido es diferente según su experiencia de riesgo y su adscripción a uno u otro campo político. Abordar el pasado de silencio y omisiones como terapia necesaria para la regeneración ética de la sociedad tropieza con la buena conciencia de quienes no reconocen una situación de anomalía moral.

A medida en que se disipa la nebulosa del miedo y se aleja la sombra amenazante que ha marcado tantas vidas, los vascos empiezan a palparse el desgarro sufrido a lo largo de estas décadas y a reconocer tímidamente el suelo de divisiones y resentimientos librado por la organización terrorista. Pese al suspiro general de alivio, más comedido esta vez, y a la vivificadora brisa de esperanza que ha penetrado en los hogares, el dolor y también el odio continúan humeando entre los escombros anímicos de esta sociedad castigada, dando prueba del enfrentamiento incívico irresuelto. ETA no ha pedido perdón por sus crímenes; ni siquiera ha dicho que su retirada sea definitiva, aunque hay actitudes que muestran que también en ese mundo se aspira a situarse en un plano moral diferente. ¿Cuánto hay de impostura oportunista, de autoengaño y de sinceridad en el militante de Batasuna que en la charla con el periodista en una herriko taberna subraya que, en realidad, él nunca se alegró de los atentados?

Puesto que ningún grupo social puede salir indemne de una prueba traumática de esta naturaleza, un experimento machaconamente aplicado durante más de 30 años, la cuestión es saber hasta qué punto la violencia ha condicionado y perfilado los comportamientos y las ideas de los vascos. Por extraño que resulte, no hay estudio alguno al respecto y eso que el asunto resulta sumamente pertinente porque puede dar la medida de la capacidad y de los plazos necesarios para la regeneración moral, la normalización, de la propia sociedad. ¿Cuánto habrá que esperar hasta que llegue el tiempo del abrazo? ¿Están descartadas para ese encuentro las generaciones adultas? ¿Hará falta otra generación hasta que los vascos puedan mirarse limpiamente a los ojos?

Obviamente, la respuesta la dará el discurrir mismo del proceso, las fórmulas y las formas que se adopten en los tiempos venideros, pero también la propia disposición de la sociedad y de sus instituciones a revisar y analizar lo ocurrido. Hoy por hoy, mientras los damnificados reclaman memoria, dignidad, justicia y preguntan insistentemente por qué ha pasado lo que ha pasado, otros vascos se muestran excitados ante la oportunidad de cerrar el capítulo de esta historia con un acuerdo que sancione la existencia de un conflicto político original en el que subsumir los comportamientos y exonerar las culpas. Estos vascos vienen a proponer un ejercicio de amnesia colectiva, reclaman más generosidad a las víctimas y no creen necesario sacar mayores conclusiones políticas sobre lo sucedido.

"Me temo que nuestra sociedad no va a enfrentarse a su pasado, como tampoco los alemanes de la posguerra, salvando las distancias, fueron capaces de ejercer el duelo", indica el ex consejero de Cultura del Gobierno Vasco, hoy apartado del PNV, Joseba Arregui. "Ellos no pudieron o quisieron enfrentarse al silencio que habían mantenido ante los crímenes y sospecho que tampoco nosotros vamos a preguntarnos por qué hemos mirado para otro lado, por qué no hemos actuado como parte del Estado en el combate contra ETA. Me entristece decirlo, pero creo que la memoria que reclaman las víctimas se quedará en nada ante la buena conciencia del nacionalismo", señala Joseba Arregui.

"Salvad a la sociedad vasca, salvad de la culpa al nacionalismo, preservar su buena conciencia" parece ser la consigna actual del partido que dirige con aire renovador Josu Jon Imaz y lo que explica la promesa de saldar la "deuda moral histórica contraída con las víctimas". Pero como destaca Javier Urquizu, psicólogo e hijo de asesinado, lo cierto es que la tregua ha llegado con un lehendakari interpelado directamente por el medio millar de damnificados vascos que han suscrito la carta de los agravios a las víctimas y que se niegan a posar junto a él ante las cámaras. Por lo mismo, tal y como ha denunciado el ertzaina Teo Santos, la retirada de ETA se ha producido sin que la policía autonómica (más de 7.000 efectivos, una brigada especial antiterrorista de 300 agentes y un nutrido servicio de información) haya practicado en los dos años y medio precedentes la detención de un solo activista. ¿Y cómo disolver la sospecha de que los asesinatos de unos han permitido la permanente victoria política de otros? ¿Cómo desmentir la famosa metáfora del nogal: Unos sacuden el árbol y otros recogen las nueces?, ¿cómo obviar que el nacionalismo vasco no ha explicado todavía por qué reaccionó ante el asesinato de Miguel Ángel Blanco pactando con ETA en Estella la exclusión de los no nacionalistas que validaba el esquema mental del terrorismo?

Aunque se formulan de manera contrapuesta, la invitación a enterrar el pasado en aras de la concordia futura, "pasar la página", que se repite estos días, no tiene por qué negar la necesidad de abordar con franqueza lo ocurrido en Euskadi. Se trata de una deuda moral contraída con las víctimas pero también de la terapia necesaria para conjurar el regreso de la violencia y evitar que el rencor se instale permanentemente a la espera de que, como ocurre ahora con los exhumados cadáveres de la Guerra Civil, la ignominia acabe por aflorar muchos años más tarde. "El reto es darse cuenta de que lo que importa es la gente, no el territorio", ha dicho John Hume, antiguo líder del nacionalismo moderado irlandés (SDLP) y uno de los artífices del proceso del Ulster.

Porque lo que queda tras la retirada -¿permanente?-, de ETA no deja de ser un campo de ruinas moral en el que la figura alegórica del árbol talado de las víctimas emerge sobre la niebla como testigo incómodo que interpela a la sociedad. Ya dijo José Martí que "el suelo triste en el que se siembran lágrimas dará árbol de lágrimas". Despejada la opresiva atmósfera violenta, encauzados los enfrentamientos políticos y despertadas las embotadas conciencias, lo que aparecerá en el solar vasco y quedará para siempre son los 817 agujeros negros de los asesinados, las secuelas traumáticas de los 2.000 heridos, el vacío abierto por los 10.000 exiliados y la angustia de los 40.000 amenazados en los grupos de riesgo. Son cifras a las que, aunque sea a los efectos contables del caudal del sufrimiento, hay que sumar las bajas de los propios victimarios: los 32 asesinados por los GAL, los muertos por la explosión accidental de sus bombas o en enfrentamientos con la policía, los suicidados, la terrible muerte por torturas de Joxean Arregui el 13 de febrero de 1981, y los 650 presos atrapados en la espiral de violencia y represión que ellos mismos generaron.

De norte a sur, de este a oeste, la geografía humana vasca ha quedado marcada de cicatrices, punteada con cientos, miles, de atentados que componen un mapa del crimen, también físico, difícil de borrar. "Aquí mataron a...; en aquella esquina explotó el coche bomba...". Por mucho que el tiempo amortigüe los recuerdos, los sonidos, las voces y las imágenes, los ecos del pasado y las pesadillas sobrevivirán largos años en las familias y hará falta mucho más que el interesado bálsamo de la amnesia y el maquillaje de la brutal sentencia del refranero: "El muerto al hoyo y el vivo al bollo", para poder despojarlos de su ominosa carga. Lo que ha quedado tras este experimento de terrorismo sin parangón posible en Europa -Irlanda no sirve aunque se invoque para facilitar el proceso-, es una sociedad fragmentada, aleccionada en la inhibición y el silencio, en la que el miedo, el dolor y el quebranto se han repartido, obscenamente, de manera tan desigual que las percepciones sobre la realidad y el alcance de lo ocurrido varían sustancialmente en función de la adscripción a uno u otro grupo político.

Con las excepciones que se quieran, hay cuatro colectivos claramente conformados por su proximidad al dolor y al miedo: las víctimas, eternamente derrotadas, irremisiblemente vencidas; los victimarios, prisioneros del mundo psicópata que han creado y recreado a conciencia; la población no nacionalista, sometida permanentemente a una amenaza potencial ejercida de manera expresa y sistemática sobre sus representantes políticos, y los nacionalistas, excluidos por definición del riesgo. No, ETA no ha sido la plaga de langosta que arrasa por igual todos los cultivos. Con las excepciones notables de aquellos nacionalistas empresarios y ertzainas que se opusieron a las exigencias de la organización terrorista o la combatieron profesionalmente, los muertos han caído del lado de los funcionarios del Estado y de la población vasca no nacionalista.

¿Estamos hablando de una sociedad enferma? Los indicadores objetivos de salud mental no muestran diferencias significativas respecto a otras zonas de España. Más aún, según los estudios realizados por encargo de un laboratorio farmacéutico, resulta que Euskadi es la comunidad con menor índice de personas depresivas: el 2,48%. Como apunta Francisco Llera, director del Euskobarómetro, deducir a partir de estos datos que la población vasca no siente ni padece los efectos persistentes del terrorismo supone ignorar la complejidad de los mecanismos psicológicos que enmascaran los temores de las sociedades en crisis. De hecho, sin dejar de certificar que el miedo, la preocupación por el terrorismo y la inhibición a la hora de hablar de política en público son muy superiores entre la población vasca no nacionalista, el estudio publicado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) en diciembre de 2004 concluye que en Euskadi se produce un rechazo subjetivo a considerarse víctima, como si asumir esa condición incrementara el riesgo objetivo. Pero, así y todo, está claro que las alteraciones anímicas más agudas, patentes en los grupos de riesgo y nunca estudiadas por el Servicio Vasco de Salud (Osakidetza), se diluyen en el conjunto de una población generalmente satisfecha. Ya dice el lehendakari que en el País Vasco se vive muy bien.

"Euskadi no es una sociedad psicológicamente enferma pero su diagnóstico es quizá más preocupante porque se trata de una sociedad ética y políticamente enferma que para poder regenerarse moralmente necesitará de una generación entera y dotarse de un sistema educativo de nuevos valores", indica Miguel Gutiérrez, jefe de la Unidad de Psiquiatría del hospital bilbaíno de Cruces. A su juicio, la sacralización de la política ha contaminado de dogmatismo al nacionalismo de derecha e izquierda y establecido un sistema de valores fundamentado en una concepción etnicista de lo vasco y en las falacias mitológicas. También Enrique Echeburua, presidente del Instituto Vasco de Criminología, cree que la patología de la sociedad vasca es de orden estrictamente ético.

"Hemos vivido una situación de anomalía moral que ha durado 40 años y aunque la amenaza se ha concentrado en sectores determinados, el temor a ser denunciado por los chivatos de ETA ha creado", explica, "un miedo social más amplio que después de tantos atentados se ha traducido en déficit de sensibilidad y de empatía para con las víctimas, hasta incurrir en la perversión moral".

Echeburua habla sobre todo del silencio, del silencio en los centros de trabajo, en los bares, en la calle, en los colegios, los institutos, la universidad. "Incluso en las clases de Ética el asesinato perpetrado la víspera no daba lugar al menor comentario", subraya. Ciertamente, el silencio vergonzante ha acompañado durante dos largas décadas el fantasmal deambular de las víctimas abocándolas a preguntarse una y otra vez, obsesivamente: "¿Por qué a mí?", "¿qué hemos hecho?". Es una pregunta que ni las instituciones ni la Iglesia vasca han sabido responder puesto que la suya ha sido una condena sincera y testimonial, pero afectiva y políticamente ajena a las creencias y valores, a las otras realidades que representaban las víctimas. No se han puesto en el lugar de los otros, no han abierto su corazón, no han cruzado la línea de sus prejuicios ideológicos para posibilitar que el abrazo fuera realmente solidario.

La reacción del dirigente nacionalista que al conocer el asesinato del presidente de la patronal guipuzcoana José María Korta exclamó, estupefacto: "¡Era uno de los nuestros!", es un ejemplo explícitamente revelador de esa distancia abismal. ¿De quiénes ha sido, pues, el resto de los muertos? Al igual que otras iniciativas, la reconfortante propuesta que Xabier Arzalluz esbozó en su día para que los afiliados peneuvistas acompañaran en la calle a los socialistas y populares amenazados no ha pasado nunca de ser un efímero enunciado. Y como se ha visto a lo largo del tiempo, la violencia terrorista no ha apartado un ápice al nacionalismo vasco de su camino soberanista, no le ha llevado a replantearse sus fundamentos doctrinarios sabinianos, no ha deshecho el comunitarismo culturalmente etnicista que congrega al conjunto de los nacionalistas. Ciertamente, enfrentarse a los violentos, no desde la admonición verbal, sino desde la consecuencia coherente que reclaman los hechos, resulta mucho más duro si se les considera parte indiscutible de tu comunidad natural única. ¿Es ése el mal de Euskadi, la maldición de la patria?

Dice Enrique Echeburua, profesor de Psicología de la Universidad del País Vasco, que la sociedad ha optado por adaptarse a la situación ante la falta de liderazgo institucional y de mecanismos con que combatir un fenómeno tan singular como el de la violencia etarra. "La gente ha creado sus propios mecanismos de supervivencia darvinianos, ha preferido no significarse socialmente y recluirse en su parcela individual. Digamos", indica, "que se ha adaptado, al precio de la degradación moral". En todo caso, conviene no olvidar la naturaleza conservadora de las sociedades sometidas y recordar que también la lucha contra el franquismo fue cosa de un segmento minoritario de la población. ¿Tiene sentido preguntarse si, sometidas a las mismas circunstancias, la sociedad catalana, madrileña, andaluza o gallega lo habría hecho mejor?

Bajo la opresión de ETA, la sociedad vasca ha producido muchos héroes anónimos, héroes bajo la razonable definición de personas capaces de cumplir dignamente con su deber ético en situaciones difíciles que conducen a la mayoría a la renuncia. En casi todos los pueblos, en casi todas las empresas, en casi todos los centros escolares, existen, a veces en régimen de semiclandestinidad, gentes capaces de hacer lo que la mayoría no hace, de decir lo que otros callan. No puede ser casual que muchas de estas personas se distinguieran en su día por su oposición activa a la dictadura franquista.

El profesor de Lengua y Literatura donostiarra Luis Daniel Izpizua subraya, además, que junto a la resistencia activa, se ha producido una resistencia pasiva "construida desde el terror, pero contra el terror" que ha sabido labrar su propia autonomía cotidiana, mantener su voto y contribuir a la derrota del monstruo. "No puedo explicarme de otra forma", dice, "que nuestra sociedad no haya sucumbido por completo a la suma del terror y del régimen nacionalista". Luis Daniel Izpizua otorga a esta resistencia una gran importancia con vistas a los retos futuros políticos que se avecinan. Es posible, pues, que no todos los silencios hayan sido el subterfugio de la cobardía física o moral. Ya dijo el escritor húngaro Sándor Márai que "la indiferencia es una forma de valentía en situaciones límites". Puede que el eslogan "Dilo con tu silencio" que ha presidido las concentraciones ciudadanas, habitualmente escuálidas, sintonizara adecuadamente con las limitadas capacidades de denuncia de la población no nacionalista. Pero sería muy injusto excluir a los nacionalistas de bien que han cruzado la acera para abrazar a su adversario ideológico o que han combatido dialécticamente la barbarie indisponiéndose o enfrentándose a veces con su propia familia biológica.

Con todo, si el aserto del profesor Echeburua: "La sociedad se ha adaptado al precio de la degradación moral", es sustancialmente correcto, habrá que convenir que el problema vasco actual es ahora también, precisamente, un asunto de autoestima. Porque se supone que una sociedad humillada por el miedo obtiene un pobre reflejo de sí misma, ve mermada la conciencia de su dignidad y reducidas sus posibilidades. Quedan pocas dudas de que el terrorismo ha hecho peor al conjunto de los vascos, también a algunos de los héroes forjados en esta situación y atacados por la desesperanza, la rigidez de pensamiento, la frustración melancólica y la dureza emocional. "Ha quedado la sensación de que somos una sociedad tan vulgar como las otras, pero que, encima, matamos", comenta Joseba Arregui. Es una apreciación que se compadece mal con la buena conciencia que el nacionalismo exhibe y con el mensaje de los partidos de Gobierno. "Somos una referencia europea de identidad propia", ha escrito Josune Ariztondo, la secretaria de la ejecutiva del PNV. "Tenemos que llegar a la unidad nacionalista porque de esa manera al pueblo vasco no habrá quien lo pare", ha manifestado, a su vez, la secretaria general de Eusko Alkartasuna (EA) Begoña Errasti.

Con violencia o sin ella, el nacionalismo no va a renunciar a su proyecto pannacionalista, pero tendrá que reformular probablemente sus planteamientos, tratar de convencer y de seducir más que de imponer. Podemos pensar que la política perderá el dramatismo criminal que tan poderosamente ha contribuido a sacralizar a la "causa vasca" y que con el tiempo todos los ciudadanos podrán expresarse con idéntica libertad. Quizá entonces puedan volver muchos de los que han sido expulsados física o anímicamente del solar de Euskadi, conducidos al exilio interior y exterior de una patria excluyente monopolizada en sus símbolos y su cultura por el nacionalismo. ¿Es un sacrilegio pretender que el árbol mutilado de las víctimas, testimonio del horror, acompañe al árbol de Gernika en la Casa de Juntas de esa villa? ¿Es un disparate que el símbolo de las libertades vascas entrelace sus raíces enfermas con las de un nuevo roble para que las generaciones futuras recuerden que la primera de las libertades es el derecho a la vida?

Euskadi tras la retirada de ETA y 2

La religión nacionalista

ETA necesita una coartada para justificar su decisión. El nacionalismo ha conseguido imponer un modelo de nación como objeto de culto, sagrada

JOSÉ LUIS BARBERÍA 09/05/2006

El magma de odio y frustración permanecerá larvado en Euskadi durante años, sobre todo porque las gentes de ETA difícilmente podrán reconocer públicamente el sinsentido de su crimen. Han derramado demasiada sangre, arrastrado al asesinato y a la cárcel a demasiada gente durante demasiado tiempo como para que esa subcomunidad nacionalista creada en torno a la maquinaria, a la industria de la muerte pueda, sin más, admitir su disparate trágico. Reconocer la mentira original: la falacia que presenta a un pueblo vasco único en su esencia, homogéneo, ancestral, sojuzgado, humillado y explotado a lo largo de la historia por los españoles y franceses, o aceptar que la violencia no tenía fundamento alguno en la democracia y que ni siquiera es cierto que, a la luz de la legislación internacional, tengan derecho a su particular autodeterminación, viene a ser para ellos como situarse ante el abismo de la pérdida de identidad grupal, como proclamar que han arruinado inútilmente sus vidas y las de sus víctimas.
Aunque en sus escritos no hay nada que permita establecer las causas de su retirada, se puede deducir, sin gran margen de error, que la razón fundamental es el panorama de marginación progresiva dibujado por la ley de partidos y por la sostenida ofensiva judicial y policial desplegada en un momento en el que el nacionalismo institucional les arrebataba el emblema estrella de la autodeterminación. Con un grupo armado cada vez más mermado, un brazo político condenado a la ilegalidad y una militancia cansada, la denominada "izquierda abertzale" ETA-Batasuna ha reconocido en el ambiente el peligro de convertirse en una fuerza residual. "Los activistas de ETA han llegado a su propio límite vital. Cesan porque se percatan del sinsentido de continuar y porque, y ésta es la clave, han empezado a comentárselo unos a otros, rompiendo el tabú. Se pueden engañar pensando que sus objetivos están más cerca ahora que el resto del nacionalismo ha asumido buena parte de sus tesis, pero el beneficio que persiguen es evitar acabar postergados en su perspectiva vital", ha señalado el analista Kepa Aulestia.

ETA necesita aferrarse a alguna coartada con que justificar su desaparición porque el grueso de sus activistas y de quienes les han jaleado, alentado o justificado no son psicópatas, sino personas normales aleccionadas, socializadas y adiestradas, eso sí, en un universo psicopatológico donde el enemigo apenas significa un blanco, una víctima propiciatoria. "Como psiquiatra que trata a enfermos, me irrita que se les considere psicópatas", señala Miguel Gutiérrez, jefe de la Unidad de Psiquiatría del hospital de Cruces, en Bilbao. "Comprendo que los sociólogos hablen de locura colectiva", dice, "pero, en propiedad, no se les puede llamar locos; son personas con capacidad de razonar que saben lo que hacen, y que si actúan así es porque están imbuidas de una ideología abyecta, sectaria y criminal".

Aunque la incógnita mayor del proceso es cómo evolucionará, en qué se metamorfoseará, la adhesión al terror -¿aflorará cierto matonismo callejero como teme el psicólogo Javier Urquizu?, ¿se crearán bolsas de delincuencia común?, ¿en qué se volcarán las energías tanto tiempo frustradas de los vascos?-, la pregunta fundamental sigue siendo de dónde ha surgido la ideología que sustenta al asesinato político, de qué materiales está hecha esta identidad asesina, qué patología social explica lo ocurrido. Preocupado desde siempre por la falta de empatía que la sociedad mostraba hacia las víctimas -"hubo un tiempo en el que acercarse a ellas parecía delito", indica-, y alarmado ante el cariz que tomaba el terrorismo, el jesuita donostiarra Alfredo Tamayo, doctor en Filosofía y Teología, se aplicó hace años a investigar el fundamento de la idea de una sociedad vasca enferma que venía siendo esbozada de manera vaga pero insistente en círculos políticos e intelectuales.

Director de la Escuela de Teología de la Universidad de Deusto en San Sebastián, Alfredo Tamayo llegó a la conclusión de que no hay una sociedad vasca enferma, pero sí muchos enfermos en la sociedad vasca, y que la patología que los genera es una determinada concepción nacionalista. Durante su investigación, plasmada en el trabajo Nacionalismo, Psicoanálisis y Humanismo, el teólogo donostiarra, colaborador de Ignacio Ellacuría, asesinado en El Salvador, encontró en la obra de Erich Fromm una fuente segura con que iluminar el problema vasco.
En línea con el pensamiento del gran sabio judeo-alemán, Alfredo Tamayo distingue entre un nacionalismo tolerante de conservación y defensa del llamado "hecho diferencial", equiparable al "sano amor a lo nuestro", y un nacionalismo maligno extremadamente narcisista que renuncia al juicio racional, ignora el sentido de la realidad, erige en ídolo a la nación y acoge en su seno a personas necrófilas cargadas de agresividad y odio, portadoras de lo que el mismo Erich Fromm definió como el "síndrome de la decadencia". Las dos almas del nacionalismo vasco, los dos extremos del denominado péndulo patriótico del PNV tienen su respectivo reflejo en esos dos campos ideológicos, separados a través de una línea fronteriza casi siempre difusa.

"El primero de los síntomas patológicos de ese síndrome reside, precisamente, en la imbricación de patria y religión", explica Alfredo Tamayo. ¿Hay que recordar el lema sabiniano del PNV "Jaungoiko et lege zarra" ("Dios y ley vieja"), el "Por Dios, por la Patria y el Rey" carlista, el "Por Dios y por España" franquista y el resto de ejemplos de la historia contemporánea, como el "Creo en Dios y en Serbia" de Raztanovic, el "Partido de Dios" islámico o el "Esta tierra que Dios otorgó a nuestros padres" del fundamentalismo hebreo, que muestran la utilización expresa de la fe por parte del nacionalismo?

Desde su aparición, el nacionalismo vasco ha estado impregnado de la mitología cristiana que el fundador del PNV Sabino Arana recogió directamente del carlismo. La concepción bíblica del "pueblo elegido", la consideración de que fuera del partido, del nacionalismo (fuera de la Iglesia), no hay salvación posible, y hasta la elección del Día de la Patria (Domingo de Resurrección) son otros de los elementos que componen la marca religiosa original.

Todavía hoy, las referencias mesiánicas a la larga travesía del pueblo elegido hacia la tierra de promisión (la independencia) -"Yo no veré, probablemente, a Euskadi independiente, pero vosotros, sí", ha repetido Xabier Arzalluz a los jóvenes- y la utilización de la parábola del pastor y la grey siguen formando parte de la retórica nacionalista. La versión más actualizada de esa ansiada tierra prometida, de la que, según la Biblia, "mana la leche y la miel", la aportan últimamente los dirigentes de EA y de los sindicatos ELA-STV y LAB cuando anuncian que la Euskadi soberana será, precisamente, un ejemplo de respeto a los derechos humanos, cuna de libertades y máximo exponente de la equidad y la justicia social. Así, pues, los vascos auténticos, vienen a decir, recuperarán su bondad natural, su condición de gentes excelentes, tolerantes y justas, una vez rotas las amarras con España.

Sometido en su día al Tribunal de Orden Público franquista, Alfredo Tamayo señala que el "conglomerado cristiano-patriótico es hoy patrimonio de un sector del clero y se manifiesta en la defensa de una singular Teología de la Liberación del Pueblo Vasco". Aunque menudean los ejemplos, la aberración mayor cometida por el muy minoritario colectivo de sacerdotes vinculado a las posiciones de Batasuna fue la homilía publicada en la revista Eliza (Iglesia) que presentó al dirigente de ETA, asesinado por los GAL, José Miguel Beñarán Ordeñana, Argala, como el "Cristo crucificado que dio la vida por la liberación del pueblo vasco". Según Tamayo, la imbricación entre lo nacionalista y lo cristiano explica "el silencio y la omisión frente a los cientos de asesinatos".

A juicio del jesuita donostiarra, la segunda forma de implicación de religiosidad y narcisismo nacionalista conlleva la "transferencia de sacralidades", un fenómeno ya manifestado durante la ascensión del comunismo maoísta y el nazismo alemán, que supone la sustitución de lo religioso por la nación sacralizada convertida así en objeto de nuevo culto. En su opinión, los ritos fúnebres del mundo de ETA, el hábito de sustituir los nombres cristianos impuestos a los niños en su día por otros de héroes mitológicos o de elementos de la naturaleza, y la transferencia al personaje del Olentzero del tradicional culto navideño al Niño Jesús y a los Reyes Magos ilustran que también en el País Vasco se ha dado algo parecido a la "nueva religión nacionalista".

Es sabido, por lo demás, que los seminarios vascos se vaciaron de golpe durante la segunda década de los años sesenta y que, casi sin transición, cientos de seminaristas y de aspirantes a las órdenes religiosas pasaron a militar en la oposición al franquismo y en la propia ETA. Los buenos resultados electorales que Batasuna obtiene en áreas y poblaciones de tradición carlista confirman el cierre de esta historia circular, además de corroborar que el tronco ideológico de la organización ETA es el nacionalismo y no las adherencias extremo-izquierdistas adoptadas en algunas fases de su trayectoria. De hecho, algunas voces políticas vascas aluden estos días al "final de la tercera guerra carlista", aunque la expresión preste a ese mundo la honorabilidad postiza de presentar lo ocurrido como resultado de una guerra entre bandos.

El fenómeno ETA-Batasuna demuestra que el pensamiento reaccionario puede sobrevivir adobado en una retórica y una estética de modernidad: ecología, globalización, feminismo, formalmente progresista. En realidad, la historia de Batasuna es más la búsqueda de un camuflaje idóneo para cada ocasión -en el terreno del martirologio que practican obsesivamente, han tratado de equiparar sus movilizaciones por los presos a las de las Madres de Mayo argentinas- que el resultado de la contradicción entre la reacción y la modernidad.

Alfredo Tamayo ve en la manera en que se enseña la historia y la geografía en determinadas instancias docentes de Euskadi, la "pérdida del sentido de realidad" y del "juicio racional" que Erich Fromm detectó en el nacionalismo como fenómeno exacerbado de narcisismo grupal. "Se inicia a la mente infantil en algo que tiene más de fabulación y mito que de realidad histórica, más de país de ficción que de país real, más de ideología que de ciencia, más de inoculación de prejuicios racistas y de prevenciones que de valores de solidaridad y de apertura humana".

En el lado más intransigente de lo que Fromm definió como el nacionalismo maligno, el profesor de Teología de la Universidad de Deusto alude a la satanización de lo español, a la estrategia de "socialización del dolor" puesta en marcha por ETA y al conjunto de crímenes cometidos durante estas décadas, particularmente a los que están caracterizados con un tinte vesánico: el asesinato de una madre ante su hijo, los atentados indiscriminados como el de Hipercor y la violación de la sepultura del concejal asesinado. "Hay muchos que medran sobre la violencia, el odio, el racismo y el nacionalismo narcisista. Son los líderes de la violencia, la guerra y la destrucción y sus verdaderos creyentes", sostiene. "Sólo los más desequilibrados y enfermos expresarán explícitamente sus verdaderos objetivos o se darán cuenta de ello. Tenderán a racionalizar su orientación como amor a la patria, deber, honor, etcétera, pero, en realidad, la guerra y un ambiente de violencia es la situación en la que la persona con el 'síndrome de decadencia' es plenamente ella misma".

Según el teólogo donostiarra, "es importante que la sociedad los reconozca por lo que son: individuos que aman la muerte, que tienen miedo a la independencia y que sólo ven como reales las necesidades de su grupo".

También la psicóloga Edorta Elizagarate subraya que el fanatismo no ha nacido con los activistas de ETA, sino a través de un proceso de adoctrinamiento social o familiar que les lleva a sobrevalorar sus ideas y a negar el relativismo de las cosas, la esencia misma de la democracia. "Hay estructuras de personalidad más propensas", dice, "a reaccionar de manera positiva a esa propaganda antidemocrática etnicista que transfiere los atributos diferenciales y los derechos individuales a la personalidad mítica que llaman pueblo, y que tiende a reducir informaciones complejas en pocos elementos".

En su opinión, no cabe extrañarse de que en ecosistemas políticos cerrados, dogmáticos, propicios al fundamentalismo y al mesianismo emerjan personalidades inmaduras, fanáticas, que vayan más lejos en la adhesión inflexible a una idea, en la intolerancia al cambio, en la hipervaloración de lo propio y el desprecio de la ajeno, en la visión dicotómica de la realidad, o buenos o malos, y en la capacidad para integrar aspectos contradictorios de un mismo fenómeno.
Psicólogos que han tratado profesionalmente a activistas de ETA dan cuenta igualmente de las grandes dificultades con que se encuentran a la hora de rehacer sus vidas. "Detrás de cada miembro de ETA hay un drama personal, además del familiar", señala una psicóloga que prefiere mantenerse en el anonimato. "Ellos establecen una distinción básica entre los que cumplen su condena y tienen el derecho al homenaje en su pueblo y los que aceptan vías de reinserción; es la diferencia entre salir con galones y con honor o salir sin galones y sin honor. En general, se aferran a la identidad del combatiente", explica, "porque si se sitúan fuera del grupo se ven obligados a revisar sus vidas y a asumir que han equivocado fatalmente su camino. Temen perderlo todo, y para ellos perderlo todo es perder la identidad construida falsamente dentro del grupo".

Profesional con una larga experiencia en el tratamiento de presos, la psicóloga recuerda su decepción inicial cuando empezó a trabajar profesionalmente con los activistas de ETA. "Creía que iba a encontrarme con revolucionarios románticos y lo que descubrí, por lo general, fue gente con un nivel cultural muy bajo, personalidades grises que apenas manejan cuatro consignas". A su juicio, en el mundo carcelario de ETA conviven perfiles clásicos de delincuentes y psicópatas con personas que poseen calidad humana pero que, salvo excepciones notables -el activista que no pudo rematar a su víctima y abandonó la organización-, tienen anestesiada la capacidad de ponerse en el lugar del "enemigo" y están poseídas por el convencimiento religioso de que defienden un bien superior.

La tortura y los malos tratos juegan un elemento importante en el agitado universo mental de ETA, pese a que la casi totalidad de las denuncias presentadas en los últimos tiempos han sido juzgadas infundadas por los tribunales y atribuidas a las consignas dadas por la dirección de la organización terrorista. Esta psicóloga afirma, sin embargo, haber conocido durante su tarea profesional "dos casos flagrantes de torturas psicológicas" que no quedaron finalmente sancionados, porque, dice, "como ellos denuncian por sistema, han perdido toda credibilidad".

¿De qué manera recompondrán sus vidas, cómo reharán su identidad aquellos que han arruinado sus mejores años, sus proyectos vitales? ¿Y cómo reaccionarán las víctimas, eternas vencidas, ante los cambios y mutaciones que traerá consigo la desaparición del terrorismo? ¿Podrán aceptar la aplicación de una política penitenciaria flexible e indulgente, la presencia temprana en las calles de los antiguos asesinos?

Lo primero que subraya Ángel Altuna, psicólogo de la asociación de víctimas Covite, es que las víctimas no son un colectivo homogéneo aunque les una la coincidencia en un dolor no elegido. "Hay que tener en cuenta que cada uno de nosotros es como es y se encuentra en una fase psicológica del duelo diferente", indica. En su opinión, es necesario que las víctimas acepten y normalicen la afloración de un posible odio reactivo interno siempre que como ciudadanos, como seres sociales y como colectivo de víctimas se muestren intransigentes con cualquier tipo de asesinato. "Cuando veo muy mal a un compañero, le digo que me llame por teléfono un minuto antes de hacer un disparate, y lo cierto es que todavía no he recibido una sola de esas llamadas".

La resolución del Parlamento vasco que reclamó a las víctimas que abandonaran el odio, las declaraciones del estilo "Hay que desactivar a las víctimas" y el empeño, pretendidamente piadoso, en reunir en un mismo foro a los familiares de los asesinados y de los presos de ETA forman parte del largo listado de agravios. "El odio no está en nuestro campo, está en los que escriben insultos en los libros de firmas de las capillas ardientes, en los tipos que llaman a las familias de los asesinados horas después del atentado. Son ellos los que necesitan verdaderamente tratamiento psiquiátrico", dice Ángel Altuna, "porque a nosotros nos basta con la memoria y la justicia y que nos permitan participar en la educación por la paz, ayudar a las personas que están, incluso, más necesitadas que nosotros".

Javier Urquizu, Edorta Elizagarate y Ángel Altuna coinciden en que plantear hoy la reconciliación es puro sarcasmo, puesto que las víctimas no tenían nada con los verdugos, no los conocían de nada. "Será mejor que hablemos de la convivencia posible y de la necesidad", subrayan, "de evitar la segunda victimización que supondrían los homenajes públicos a los asesinos". Establecido que, como dice Javier Urquizu, "el empate moral y político es imposible" y que todos los vascos ganan si la pesadilla se acaba, lo que sí cabe pedir es que el legado de odio y frustración no alcance a las generaciones venideras.

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