13 julio 2009

III. LA PRIMERA ASAMBLEA DE LOS ESTADOS DE PINGUINIA



-Hijo mío -dijo el anciano Mael al monje Bulloch-, ya es hora de hacer enumeración de los pingüinos e inscribir el nombre de cada uno en un cuaderno.

-Nada más urgente -respondía Bulloch-; no es posible administrar un pueblo sin este requisito. Al instante, el apóstol, con ayuda de doce monjes, procedió a reseñar el pueblo.

Y el anciano Mael dijo después:

-Ahora que ya tenemos un registro de todos los habitantes, conviene, hijo mío, establecer un impuesto justo para atender a los gastos públicos y al sostenimiento de la abadía. Cada cual debe contribuir según sus recursos.

Convocad a los ancianos de Alca, y de acuerdo con ellos estableceremos el impuesto. Los ancianos convocados se reunieron, en número de treinta, en el patio del monasterio de madera, a la sombra del sicomoro.

Aquéllas fueron las primeras Cortes de Pingüinia, en sus tres cuartas partes las formaban los hacendados: campesinos de la Surella y del Glange Greatauk, por ser el más noble de los pingüinos, sentóse en la piedra más alta.

El venerable Mael, sentado entre sus monjes, pronunció estas palabras:

-El Señor da, cuando le place, riquezas a los hombres, o se las quita. Os he reunido para señalar al pueblo las contribuciones indispensables que deben sufragar los gastos públicos y el sostenimiento de la abadía. Estimo que ha de contribuir cada uno conforme a su riqueza: el que tenga cien vacas dará diez, y el que tenga diez dará una.

Cuando el santo varón hubo hablado, Morio, uno de los más ricos labradores, levantóse y dijo:

-Venerable Mael y padre mío, considero justo que contribuyamos a los gastos públicos y a las atenciones de la Iglesia. Por lo que a mí se refiere, estoy dispuesto a despojarme de todo lo que poseo en interés de mis hermanos pingüinos, y si fuese necesario, daría de buena voluntad hasta mi camisa. Todos los ancianos del pueblo están dispuestos, como yo, a sacrificar sus bienes, y no se debe poner en duda su abnegación. Es preciso atender únicamente al interés público, acordar lo más conveniente, y lo más conveniente, padre mío, lo que el interés público exige, es no pedir mucho a los que tienen mucho, porque entonces los ricos serían menos ricos, y los pobres, más pobres. Los pobres viven de la hacienda de los ricos, por lo cual es sagrada, y no respetarla sería una maldad inútil. Si pedís a los ricos, no conseguiréis gran provecho,

porque son pocos, y, en cambio, los privaréis de todos los recursos, hundiréis al país en la miseria, mientras que si pedís un poco de ayuda a cada habitante, a todos por igual, sin reparar en sus bienes, recogeréis lo necesario para las cargas públicas y no hará falta inquirir lo que posee cada ciudadano, investigación odiosa y vejatoria. Si pedís a todos igualmente, levemente, favorecéis a los pobres, puesto que les quedarán los bienes de los ricos.

¿Y cómo sería posible fijar un impuesto proporcional a la riqueza? Ayer tenía yo doscientos bueyes; hoy sólo tengo sesenta; mañana tendré ciento. Cluñic tiene tres vacas enfermas. Nicclu tiene dos robustas y gordas. ¿Quién es más rico? Las señales de la opulencia son engañosas. Lo único cierto es que todos comen y beben. Imponed a las gentes conforme a lo que consumen. Es lo prudente y lo justo.

Así habló Morio, y los ancianos le aplaudieron.

-Pido que se grabe este discurso en planchas de bronce -dijo Bulloch-. Está dictado para lo por venir. Dentro de quince siglos, los mejores entre los pingüinos no hablarán de otro modo.

Los ancianos aplaudían, aun cuando Greatauk, puesta la mano sobre el puño de su espada, hizo esta breve declaración:

-Soy noble, y, por tanto, no contribuiré. Admitir un impuesto es propio de gente plebeya. Que pague la canalla.

Nadie le replicó, y los ancianos desfilaron en silencio.

Como en Roma, se rehizo el censo cada cinco años, y de aquel modo advirtióse que la población aumentaba rápidamente. Aun cuando los niños muriesen en maravillosa abundancia y el hambre y la peste despoblaran con perfecta regularidad ciudades enteras, nuevos pingüinos cada vez más numerosos contribuían con su miseria privada a la prosperidad pública.

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