09 mayo 2010

La risa del hombre libre

Santiago González

La muerte a mano airada nos clava en la memoria para siempre una instantánea de nosotros mismos en el momento de los hechos. El día en que asesinaron a José Luis López de Lacalle en Andoain era domingo y venía de cumplir la última rutina dominical de su vida: comprar los periódicos y desayunar café y cruasán en el bar Elizondo, como siempre. Yo acababa de sentarme a la mesa con los cruasanes para el desayuno familiar y los periódicos que acababa de comprar, cuando vino mi mujer con la noticia oída en el cuarto de baño por la radio. “Han matado a José Luis López de Lacalle”, dijo, y los dos nos echamos a llorar.

“Yo no he vivido nunca en un régimen de libertad”, dijo en una entrevista unas semanas antes de que lo mataran dos tipos que nada sabían de él, ni de su biografía, ni del vozarrón al servicio de la libertad del que escribía Joseba Arregi en estas páginas en el décimo aniversario de su muerte, ni de aquella risotada tan característica suya, en la que comprometía cada parte de su organismo. El crimen fue en Andoain, un pueblo en el que se mata a sus mejores vecinos en los fines de semana entre el desayuno y el diario: el sábado, 8 de febrero de 2003 a Joseba Pagazaurtundua en el bar Daytona, mientras tomaba café y leía el periódico.

En su funeral se dio cita el viejo antifranquismo, el de verdad, y un sindicalismo que también era de verdad, para despedir a un viejo ex militante comunista y fundador de CCOO: Santiago Carrillo, Julián Ariza, José Mª Fidalgo, Agustín Ibarrola, Enrique Múgica, se encontraron con el ministro del Interior, Mayor Oreja, la presidenta del Senado, Esperanza Aguirre, el lehendakari Ibarretxe y un etcétera.

Sus victimarios no sabían quién era, de ahí que la perplejidad dolorida y sincera de tanta gente:: pasó cinco años en las cárceles de Franco, su mujer era profesora de ikastola, nada que ver con el caso. No era un error; los asesinos matan siempre adrede. Y aunque los que empuñaban la pistolas aquella mañana de mayo no supieran a quién mataban, sí lo sabían los miembros de la tupida red de la infamia que hay en el tejido social de pueblos como Andoain. Algunos de sus vecinos controlaban sus hábitos y horarios y pasaron la descripción de los mismos a quienes enviaron a dos almas de cántaro para que acabaran con su vida.

Como es costumbre, la muerte no fue la última ofensa a la víctima. Arnaldo Otegi explicó el crimen con asepsia de analista: “ETA pone sobre la mesa el papel que, a su juicio, los medios están planteando: una estrategia informativa de manipulación y de guerra en el conflicto entre Euskal Herria y el Estado”. “Lacalle, jódete asesino”, pintaron los cachorros aquella noche en las paredes del pueblo. El obispo Uriarte hizo excepción en la costumbre de no oficiar en los funerales de las víctimas de ETA, pero no sin incluir en el sermón una llamada al acercamiento de los terroristas presos.


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