26 septiembre 2008




Un presidente en Nueva York

Santiago González

Las declaraciones neoyorquinas del presidente del Gobierno revelan dos aspectos positivos: un interés por la política exterior que a veces no parecía de su competencia y la voluntad de cumplir con su deber, al publicitar la idoneidad de España como lugar para invertir.

Sin embargo, hay algo que sorprende en la forma de actuar del presidente, más allá de esa desenvoltura que le lleva a decir en el corazón de las tinieblas que tenemos deprimido a Berlusconi por el sorpasso y preocupado a Sarkozy porque estamos a punto de alcanzarlo.

Allí, ante un selecto auditorio de lo que Pepe Blanco llamaría “los tiburones del capitalismo en su madriguera”, dijo que España recuperará pronto la senda del crecimiento, gracias a sus cuentas públicas saneadas y a que cuenta con “el sistema financiero más sólido de la comunidad internacional”.

Es verdad que las cuentas están sanas y que el sistema financiero es solvente, gracias a que el Banco de España ha realizado bien su tarea supervisora y de control. Es cierto también que un gobernante debe exponer las fortalezas de su país y contextualizar sus debilidades en la medida de lo posible. También sucede que las expectativas que los agentes económicos tienen sobre el futuro contribuyen a acercarlo. En lo que se equivoca Zapatero es en considerar que él tiene capacidad para definir esas expectativas. Debería considerar que sus palabras no son la única fuente de conocimiento para un potencial inversor norteamericano, aunque no sea neocón y un exceso de optimismo descriptivo no modifica las expectativas de sus interlocutores; sólo resta credibilidad a su palabra.

Al día siguiente de su encuentro con aquel bouquet garni, el Banco Central Europeo daba a conocer que somos los penúltimos entre los países euro en competitividad exterior, que se ha deteriorado más del doble que en la superada Italia y 3,67 veces más que en la alcanzable Francia. Menos mal que nos queda Portugal. También nos salimos de la tabla en el desplome de la productividad laboral, casi el doble que en el conjunto de la Zona Euro. Al mismo tiempo, el euribor alcanzaba su máximo histórico, 5,484%. La semana que viene cumplirá un año una sentencia presidencial que se ha hecho célebre: “el euribor ha tocado techo”; hoy en día está todo en Google.

Se desconoce su estrategia para hacer frente a la innombrable con algo más que sus opiniones. Sabemos que sus propuestas incluyen el diálogo social, pero ni una palabra sobre qué va a proponer a empresarios y sindicatos. Hace meses, el presidente dijo muy acertadamente que el pesimismo no crea puestos de trabajo. El optimismo y el diálogo fomentan la convivencia y hacen la vida agradable, pero tampoco se conoce su efectividad para crear empleo.

Sabemos que va transferir renta a los más necesitados, objetivo justo y digno de alabanza, pero que en sí no va a mejorar la competencia, aumentar la productividad ni a encontrar la senda del crecimiento.

“Reivindicamos el papel regulador del Estado para garantizar los bienes públicos básicos y conseguir una distribución de la renta más equitativa”, dijo ayer en la ONU, con un discurso irreprochablemente socialdemócrata. El problema es que ese discurso tampoco se convierte en acción de Gobierno y choca, tal como le había advertido Felipe González, con uno de sus empeños: la reforma de la financiación autonómica y su hija natural: la máxima “a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga”. “No es razonable que los que dan más reciban menos." No lo dijo Artur Mas, sino José Montilla.

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