24 septiembre 2008

Justicia, ajo y preocupaciones religiosas

Santiago González

Y sucedió que los veinte hombres y mujeres justos y justas designados y designadas para el gobierno de los jueces por los dos principales partidos y partidas (huy, perdón, con lo bien que cuadraba aquí) y sus cómplices nacionalistas, que habían colocado su testaferro y su testaferra en el Consejo, se enteraron de la buena nueva por la prensa.

Y la nueva no era otra que, antes incluso de haber recibido las pertinentes órdenes, ya sabían a quién debían votar como presidente y vicepresidente del Consejo General del Poder Judicial. El presidente del Gobierno lo había pactado con el líder de la oposición hacía dos meses. Si éste fuera un país normal se habría oído un revuelo de togas incómodas ante un hecho extraordinario: el presidente del Poder Ejecutivo les comunicaba a través de los medios quienes eran las personas que iban a presidir el órgano encargado de defender la independencia de los jueces. Admirable, aunque lógico. Después de todo, ellos, los veinte integrantes del órgano citado, habían sido designados de idéntica manera.

Hay más hechos extraordinarios, aunque el discurrir del tiempo va encarrilándolos por la vía de la costumbre. Un suponer, ayer quedó mucho más normal de lo que hubiera resultado hace cuatro años que el portavoz del PSOE en el Congreso reúna a los vocales de cuota del partido en la sede del mismo, en Ferraz. ¿Para qué? Se preguntarán ustedes. Para apaciguar los ánimos, impartirles instrucciones o leerles la cartilla, según.

Parece que “el paquete pactado entre Zapatero y Rajoy” no ha gustado a los vocales progresistas, que no se han planteado si su designación gustó a la mitad larga de la carrera judicial que no se siente representada por las asociaciones profesionales afines a los dos partidos. No debió gustarles por pactada en instancias extrajudiciales, pero su único reparo es que los designados no son progresistas, que ni siquiera lo es uno de los dos y que el nuevo presidente del Supremo y del CGPJ tiene tacha: sus creencias religiosas.

Las creencias (o su falta de ellas) deberían pertenecer al ámbito de lo privado. Su mezcla con los asuntos públicos es perversión incompatible con la democracia. Cuando lo público invade la esfera de lo privado, se incuba el totalitarismo. Cuando es lo privado quien se adueña de lo público es cuando nace la corrupción.

Con todo, el laicismo no es un inquisidor ciego: las creencias religiosas, asuntos que descalifican por sí mismos a los cargos públicos de la derecha, son apenas un rasgo de carácter en los de la izquierda. El 9 de julio de 2007 nos enteramos de que el presidente del Gobierno, que practica con tanto desparpajo la permeabilidad entre poderes, había ofrecido a José Bono la presidencia del Congreso de los Diputados para la presente legislatura. Faltaban ocho meses exactos para las elecciones. No hubo conato alguno de rebelión en el grupo parlamentario socialista por tan evidente injerencia, y tan extemporánea, en el gobierno del órgano parlamentario. Tampoco hubo un amago de solidaridad con un presidente tan solvente como Manuel Marín, a quien se le movió la silla de manera absolutamente indecorosa. En aquella ocasión, tampoco hubo la menor incomodidad por las acendradas creencias religiosas de José Bono, aunque él las exhibe de manera mucho más jacarandosa que el discreto Carlos Dívar.

El gran Julio Camba dejó escrito que la cocina española está demasiado influida por el ajo y las preocupaciones religiosas. Pues de la Justicia, mejor no hablamos.

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