Es la economía (o alternativamente, la gallina)
Santiago González
El dato más sorprendente de la encuesta que El Mundo publica entre ayer y hoy es el recorte en tres puntos de la intención de voto entre el PSOE y el PP, que se reduce a 1,1. La experiencia ha demostrado con bastante pertinacia que las crisis de los partidos son unos extraordinarios espantavotos, salvo para el nacionalismo vasco. En las elecciones del 30 de noviembre de 1986, adelantadas por la ruptura del grupo parlamentario producida dos meses antes, el PNV y EA, su escisión, sumaron 452.383 votos, 1.305 más de los que había obtenido el PNV en las anteriores, celebradas el 26 de febrero de 1984.
No se conocían otros precedentes. Por eso, la aproximación entre los dos grandes partidos cuando el PP se halla tan ensimismado en su crisis cinco días antes de su congreso, ha sido una alegría para Rajoy, tan ayuno de buenas noticias en los últimos meses. De momento, y mientras los críticos de su partido no lo remedien, los votantes del PSOE, IU y los nacionalismos han dejado de cascarle ceros y ya saca honrosos suspensos altos, igual que el presidente del Gobierno. El pacto del Tinell se ha roto en las bases y en el Congreso, como lo demuestra el hecho de que el Gobierno se haya quedado sólo en dos ocasiones muy recientemente. La dirigente mejor valorada es Rosa Díez, más apreciada entre los votantes jóvenes y aprobada en todos los segmentos de edad.
Han sido la crisis y el desabastecimiento propiciado por la huelga de camioneros. La media libra de carne más cercana al corazón que Shylock reclamaba a Antonio en “El mercader de Venecia” era, en la versión española, la cartera. Ninguna víscera tan sensible, nada tan cerca del corazón como ese pedazo de piel de vaca. El electorado se mantuvo impertérrito hace cien días, después de una legislatura articulada sobre desastres políticos tan notables como la negociación con ETA y la reforma de los Estatutos; tras conocer que sus gobernantes se habían tomado tantas licencias con la verdad; que haya tantos ciudadanos a los que no se permite escolarizar a sus hijos en su lengua y tal disparate se presente como un ejemplo de cohesión.
Lo que pasa es que ha venido la crisis a asomar la patita por debajo de los eufemismos. La que está cayendo habría requerido otras actitudes que la ausencia de Zapatero y el academicismo definitorio de Solbes sobre el requisito de disminución del PIB dos trimestres seguidos para poder llamar ‘crisis’ a la criatura.
Qué podemos pensar los simples mortales cuando el presidente del Gobierno, de cuyo optimismo dependemos, no sabe si tiene su hipoteca a interés variable o fijo. O cuando Esperanza Aguirre, antes incluso de la crisis, contaba en un libro biográfico: “No es que haga números a final de mes, ¡es que muchas veces no llego!". La ministra de Vivienda, en cambio, sí llega: “No me puedo quejar. Mi hipoteca no supone un porcentaje altísimo de mi sueldo, lo que me permite llegar a fin de mes con holgura”. Es de suponer que estas cosas no se corresponden con una descripción estricta de los hechos, sino más bien para sentir proximidad con el pueblo llano, que los votantes sepan que sus dirigentes tienen hipotecas, como ellos y que ven venir el fin de mes, también como ellos. Son humanos, después de todo.
“Desaceleración”, se dicen entre sí los economistas, “es cuando tus vecinos pierden el puesto de trabajo; crisis es cuando lo pierdes tú”. Y que conste que esto es solo desaceleración. Crisis, lo que se dice crisis, es lo que empezará en septiembre.
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