Guerra simbólica
Santiago González
El Tribunal Supremo ha sentenciado que la bandera española debe ondear en el exterior del Parlamento vasco. Es el punto final (por ahora) de un proceso que empezó con un requerimiento del delegado del Gobierno, sistemáticamente ignorado por el Parlamento. Aquí, las cosas como son, hay que subrayar la coherencia de la cámara legislativa: si se negó a obedecer una orden del Supremo para disolver el grupo municipal SA, a ver cómo iban a hacer caso al requerimiento de un delegado del Gobierno.
La abogacía del estado recurrió y el TSJPV estimó el recurso en un fallo que fue recurrido a su vez por el Parlamento vasco ante el Supremo. La sentencia ha hecho juego con las que antes se dictaron contra la Academia de Arkaute, y los Ayuntamientos de Bilbao y San Sebastián. Otra sentencia del alto tribunal obliga a las JJGG de Gipuzkoa en el mismo sentido. Tienen un plazo para que la bandera de España ondee en el exterior del edificio: el 20 de enero, fiesta de San Sebastián.
La presidencia de las Juntas debería aprovechar el festejo, mientras se degustan las preceptivas angulas que forman el menú donostiarra del festejo. Los duelos, ya se sabe, con pan son menos. El alcalde de San Sebastián, que también se ha resistido a colocar la bandera hasta recibir la sentencia del Supremo, tiene alguna experiencia en esto. Durante el puente de la Constitución de 2001 paró a comer en Casa Setién, un restaurante cántabro cuyos dueños tienen un retrato del dictador, con su marco, en una repisa del comedor. Elorza, al terminar su almuerzo, dejó testimonio de sus convicciones democráticas. Pidió el libro de reclamaciones y anotó su protesta, matizada en la última frase por la buena mano del cocinero: “En el año 2001 y en la España democrática resulta una nota de mal gusto y una provocación para cualquier demócrata la existencia de un testimonio del Dictadura y del Fascismo. Por lo menos podrían anunciarlo a la entrada de este establecimiento en el que se come realmente bien.”
Han pasado 26 años desde las fiestas de Bilbao que instauraron la guerra de las banderas como una liturgia principal del día grande de la Aste Nagusia y la cuestión ha venido resolviéndose año tras año mediante un cumplimiento vergonzante de la legalidad: se ponen las banderas, pero la puntita nada más, vale decir durante un rato a la hora en que el mocerío está dormido.
En la semana de Pascua que siguió a la legalización del PCE en 1977, el Comité Central aceptó la bandera y la monarquía. “¿Qué preferís, la monarquía sueca o una república bananera?”, preguntaba la dirección. “La sueca, la sueca”, respondíamos las bases como un solo hombre. Cuando ya estábamos derrotadas, el ponente que enviaba la dirección a convencernos, se adornaba con el pase del desdén: “además, una bandera es un trapo”.
El Ayuntamiento navarro de Villava ha vivido este año su guerra particular de las banderas. Los concejales de ANV colocan la ikurriña en la mesa del salón de plenos, so pretexto de que “fue adoptada en referéndum por el pueblo de Villava”.
El resto de los partidos, en plan iconoclasta, coloca una bandera de los grupos Iron Maiden o Kiss, los concejales del PSN; una del Osasuna, los de UPN. No acaban de percibir la asimetría: ellos no se toman los símbolos en serio, pero su actitud no contagiará nunca a sus rivales. La democracia española asumió la ikurriña hace ya 32 años, pero nadie debe esperar que el nacionalismo acepte la española nunca, por mucho que tratemos de exprimir el famoso discurso parlamentario de Azaña en mayo de 1932. Quien llevaba razón era Ortega: sólo se puede conllevar.
Es extraordinario que no se haya conseguido un consenso elemental para definir un espacio simbólico de universal aceptación. Asombra recordar que Ardanza colocaba la bandera española en Ajuria Enea en 1985, con el respaldo explícito de Arzalluz a su gesto: “se ignora que Aguirre tenía izada la bandera española en el Carlton”, escribió entonces. Más asombra que 23 años después sean algunos responsables socialistas los que se resisten a colocarla, en una nueva prueba empírica de que las pistas de aterrizaje se acaban usando preferentemente para el despegue.
Caerán más resoluciones como éstas. El TS, que crea jurisprudencia, ha de ser forzosamente coherente y, tal como dice en su última sentencia, no puede aceptar que las leyes se deroguen por el mero transcurso del tiempo que pasan sin ser cumplidas. Por más que EA no apoye las sentencias del Supremo. Alguien debería explicarles que las leyes no requieren ser apoyadas. Basta con ser cumplidas.
La abogacía del estado recurrió y el TSJPV estimó el recurso en un fallo que fue recurrido a su vez por el Parlamento vasco ante el Supremo. La sentencia ha hecho juego con las que antes se dictaron contra la Academia de Arkaute, y los Ayuntamientos de Bilbao y San Sebastián. Otra sentencia del alto tribunal obliga a las JJGG de Gipuzkoa en el mismo sentido. Tienen un plazo para que la bandera de España ondee en el exterior del edificio: el 20 de enero, fiesta de San Sebastián.
La presidencia de las Juntas debería aprovechar el festejo, mientras se degustan las preceptivas angulas que forman el menú donostiarra del festejo. Los duelos, ya se sabe, con pan son menos. El alcalde de San Sebastián, que también se ha resistido a colocar la bandera hasta recibir la sentencia del Supremo, tiene alguna experiencia en esto. Durante el puente de la Constitución de 2001 paró a comer en Casa Setién, un restaurante cántabro cuyos dueños tienen un retrato del dictador, con su marco, en una repisa del comedor. Elorza, al terminar su almuerzo, dejó testimonio de sus convicciones democráticas. Pidió el libro de reclamaciones y anotó su protesta, matizada en la última frase por la buena mano del cocinero: “En el año 2001 y en la España democrática resulta una nota de mal gusto y una provocación para cualquier demócrata la existencia de un testimonio del Dictadura y del Fascismo. Por lo menos podrían anunciarlo a la entrada de este establecimiento en el que se come realmente bien.”
Han pasado 26 años desde las fiestas de Bilbao que instauraron la guerra de las banderas como una liturgia principal del día grande de la Aste Nagusia y la cuestión ha venido resolviéndose año tras año mediante un cumplimiento vergonzante de la legalidad: se ponen las banderas, pero la puntita nada más, vale decir durante un rato a la hora en que el mocerío está dormido.
En la semana de Pascua que siguió a la legalización del PCE en 1977, el Comité Central aceptó la bandera y la monarquía. “¿Qué preferís, la monarquía sueca o una república bananera?”, preguntaba la dirección. “La sueca, la sueca”, respondíamos las bases como un solo hombre. Cuando ya estábamos derrotadas, el ponente que enviaba la dirección a convencernos, se adornaba con el pase del desdén: “además, una bandera es un trapo”.
El Ayuntamiento navarro de Villava ha vivido este año su guerra particular de las banderas. Los concejales de ANV colocan la ikurriña en la mesa del salón de plenos, so pretexto de que “fue adoptada en referéndum por el pueblo de Villava”.
El resto de los partidos, en plan iconoclasta, coloca una bandera de los grupos Iron Maiden o Kiss, los concejales del PSN; una del Osasuna, los de UPN. No acaban de percibir la asimetría: ellos no se toman los símbolos en serio, pero su actitud no contagiará nunca a sus rivales. La democracia española asumió la ikurriña hace ya 32 años, pero nadie debe esperar que el nacionalismo acepte la española nunca, por mucho que tratemos de exprimir el famoso discurso parlamentario de Azaña en mayo de 1932. Quien llevaba razón era Ortega: sólo se puede conllevar.
Es extraordinario que no se haya conseguido un consenso elemental para definir un espacio simbólico de universal aceptación. Asombra recordar que Ardanza colocaba la bandera española en Ajuria Enea en 1985, con el respaldo explícito de Arzalluz a su gesto: “se ignora que Aguirre tenía izada la bandera española en el Carlton”, escribió entonces. Más asombra que 23 años después sean algunos responsables socialistas los que se resisten a colocarla, en una nueva prueba empírica de que las pistas de aterrizaje se acaban usando preferentemente para el despegue.
Caerán más resoluciones como éstas. El TS, que crea jurisprudencia, ha de ser forzosamente coherente y, tal como dice en su última sentencia, no puede aceptar que las leyes se deroguen por el mero transcurso del tiempo que pasan sin ser cumplidas. Por más que EA no apoye las sentencias del Supremo. Alguien debería explicarles que las leyes no requieren ser apoyadas. Basta con ser cumplidas.
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