Agua milagrosa
Santiago González
Un trasvase no es un trasvase, sino una captación puntual y transitoria de agua en situaciones de excepción y esto no es un adulterio. “Cariño, no es lo que parece”, dicen siempre los sorprendidos in fraganti. “Lo dije aquí hace cuatro años. Hoy lo reitero: mientras sea presidente del Gobierno, no habrá trasvase del Ebro”, dijo Zapatero el 2 de marzo en Zaragoza. Como es presidente para esta legislatura, lo que van a hacer para optimizar el uso de aguas superfluas con fin tan loable como dar de beber a un pueblo sediento, obra de misericordia, no puede ser un trasvase. Tiene que tratarse de otra cosa cuyo nombre no hemos llegado a concretar. De ahí que estemos tan vistosos y adornados de perífrasis. Idéntica firmeza conceptual mostró en 2002 el presidente autonómico Marcelino Iglesias: “Si mi partido cambiase de posición y apoyara el trasvase del Ebro, yo no podría estar ni un minuto más, ni un segundo más en el Pignatelli (sede del Gobierno aragonés). Ahora ha encargado un dictamen para saber qué quiere decir ‘trasvase’. No debe descartarse un gran mitin en Zaragoza en el que los dos presidentes agradezcan a Montilla su buena voluntad al hacerse cargo de las aguas sobrantes.
El gran asunto del agua prefigura la crispación para esta legislatura entre dos Españas transversales que la ven como un motivo de querella. La España seca y la España húmeda anuncian una confrontación anterior a la que oponía a la rural y la urbana, a la agrícola y la industrial. Es una pendencia preindustrial y, por tanto, predemocrática. El agua era expresión de la lucha de clases, incluso cuando había de sobra. Lo dejó escrito León Felipe en ‘Versos y oraciones del caminante’: “Siempre habrá nieve altanera/ que vista el monte de armiño/ y agua humilde que trabaje/ en la presa del molino“.
El agua es la materia prima de los milagros desde siempre: en los ejemplares castigos bíblicos como el diluvio universal y dos de las diez plagas de Egipto, la del agua ensangrentada y la plaga de ranas que amargaban a los egipcios la hora de la siesta. Eso, sin olvidar las aguas del mar Rojo que se separaban o se unían a voluntad. Hacer brotar el agua de una roca o las arenas del desierto, era un portento que gustaba mucho al público de la Antigüedad. Luego, ya con el Nuevo Testamento, los milagros acuáticos eran más espectaculares o placenteros. Recuérdense el paseo del Maestro por el lago Tiberíades o su conversión del agua en vino en las bodas de Caná. Palabras mayores. Fenómenos como los citados antes se quedaron como ejercicios para santos en prácticas.
La sequía suena a mal antiguo, como los sabañones. Ahora, en Barcelona, ha cogido desprevenido al tripartito. Van a hacer un acueducto que no les dará tiempo a terminar, porque se espera que llueva antes, pero creará una impresión verosímil de que se preocupan del tema. No es un fenómeno nuevo. El 15 de febrero de 1990, el Parlamento vasco aprobó una resolución en favor del derecho de autodeterminación de los vascos, mientras los vascos, propiamente dichos, pasaban sed. Todos los días se cortaba el agua corriente entre las seis de la tarde y las seis de la mañana. Empezó a llover cuando se valoraba la posibilidad de adelantar los cortes a las dos de la tarde.
La sequía, la pertinaz sequía, como se decía en la previsible adjetivación de la prosa franquista se ha encargado casi siempre de poner en evidencia los sueños húmedos del soberanismo y sus aliados. Secarral y humedal, las dos Españas frente a frente. “El agua que no desemboca”, escribió Lorca en ‘Poeta en Nueva York’.
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