11 abril 2008





Óptimo, no máximo

Santiago González

Hacía más de cuatro años que un socialista no subía a la tribuna de oradores del Congreso para pronunciar palabras como ‘derrota’ en relación con el terrorismo y menos aún expresiones como “banda de asesinos a la que hay que perseguir con todos los instrumentos del Estado de Derecho” para referirse a ETA. El miércoles pasado, el portavoz del Grupo Socialista, Alonso empleó unos términos que parecían sacados del Pacto Antiterrorista o copiados de los discursos del principal, y en rigor único, partido de la oposición durante la legislatura pasada.

Momentos como estos, después de un proceso fracasado de conversaciones con ETA y aledaños, podría pensarse que eran propicios para que el partido que menos se equivocó en la evaluación del problema viera llegado el momento de su reivindicación. Había dos cuestiones importantes: la primera era no negarse a reconocer la realidad, el cambio evidente en la política de Zapatero acerca del terrorismo desde el 5 de junio de 2007, fecha en la que ETA da por terminado oficialmente lo que había dinamitado en sentido estricto en la T-4; la segunda, dar la bienvenida al Gobierno hacia las posiciones propias.

No ha podido ser. Los evangelios ya advertían de que los hijos de las tinieblas son más sagaces que los hijos de la luz. Herri Batasuna se anotó el triunfo en las negociaciones sobre Leizarán con una inversión tan modesta como una botella de cava y dos vasos de plástico para escenificar un brindis ante unos fotógrafos de prensa. Al PP no le queda tiempo para malgastar, porque ya desde la víspera había conseguido organizar un espectáculo de su crisis bastante más atractivo en términos mediáticos que el debate de Investidura. Hasta el Congreso de junio no van a estar para nada. Es lo que tienen los partidos con mucha vida interior.

La cuestión es que tampoco pueden recrearse en la melancolía. La segunda jornada de la investidura deparó a la ciudadanía un espectáculo vibrante, intenso, entre el candidato Zapatero y una nueva estrella parlamentaria. Rosa Díez llevó al Congreso palabras duras, exactas, diamantinas. Era una voz entre 349, pero su solo se oyó nítido en toda España. No iba a ser una francotiradora, sino una voz institucional y habló de los problemas que enfrían la percepción que se extiende entre los españoles sobre los asuntos públicos. Pidió el cambio de la ley Electoral y llamó ‘privilegio’ al privilegio, ‘manipulación’ a los criterios cambiantes de la Fiscalía y reclamó un par de reversiones: la modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial para volver a los criterios de los primeros años 80 y a una mayor independencia de los jueces, que es la base de la separación de poderes y la devolución al Estado de la competencia educativa.

Evaluar el Estado autonómico, mejorar lo que funciona y devolver al Estado las competencias que no se pueden gestionar con eficiencia, qué sacrilegio. El propio candidato se lió un poco al relacionar en su respuesta igualdad con autonomía. El recientemente nombrado consejero de Estado, José Ramón Recalde, acuñó hace más de veinte años una distinción inalcanzable para los nacionalistas: en lo tocante a la autonomía, el óptimo raramente coincide con el máximo.

UPyD estrenó con sobresaliente a su única diputada en el Congreso. Su debate con el aspirante a la Presidencia tuvo acentos de democracia recién inaugurada. Muy probablemente, el escaño de Rosa Díez ha privado al PP de tres o cuatro, por los restos. Tenemos oposición de guardia mientras los populares no tengan a bien aclararse en sus asuntos. Ha sido una inversión rentable.

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