15 octubre 2009


Zelig, estadista


Santiago González

El viaje del presidente del Gobierno por el universo mundo, tenía un no sé qué de déjà vu, algo que sonaba extraordinariamente familiar. Desde el sancta sanctorum de la democracia americana, el Despacho Oval de la Casa Blanca, hasta el Museo del Holocausto de Jerusalén; desde el Muro de las Lamentaciones hasta el Mausoleo de Arafat en Ramala, todo nos era conocido.

Era Zelig. La primera secuencia de esta maravilla de Woody Allen muestra a la psiquiatra Eudora Fletcher, recorriendo en coche descubierto la Quinta Avenida. Junto a ella va quien parece Charles Lindberg después de su hazaña trasatlántica, aunque en realidad es un paciente suyo llamado Leonard Zelig, el increíble hombre cambiante, que, huyendo de los nazis y sin saber pilotar un avión, ha conseguido cruzar el Atlántico en un tiempo record y volando cabeza abajo.

También aparece vistiendo el uniforme de las SS en la presidencia de una concentración nacionalsocialista en Munich, justo detrás de Hitler. Otro plano y el fenómeno está entre dos rabinos ultraortodoxos, mientras le crecen las barbas y los tirabuzones a la vista del espectador.

La memoria de los espectadores españoles reconstruye las dos legislaturas de Zapatero como una sucesión de planos parecida. Lo vimos con las JJSS en Valencia, aceptando encantado la imposición de una keffia, el pañuelo palestino que es atavío muy propio del radicalismo juvenil. Ayer, con la misma propiedad, se dejaba imponer la kipá, el casquete ritual con que se cubren el occipucio los varones judíos en determinadas solemnidades, para depositar una ofrenda floral ante la llama perpetua del recuerdo. ¿Qué diferencia hay, después de todo, entre el Monte del Recuerdo y el más conocido entre nosotros Monte del Olvido?

No faltará quien tache de oportunismo esta facilidad para armonizar con ambiente. Falso. Se trata de la más alta expresión de la empatía, ponerse dentro de la piel del otro en el más estricto de los sentidos.

Ayer, en el libro de honor del museo del Holocausto, escribió: “Seis millones. Seis millones. Barbarie, dolor, memoria. Paz, paz”. ¿Cabe más hermoso laconismo? Esta plegaria laica depura mucho un estilo que ya mostró el 8 de mayo de 2005, en el 60 aniversario de la liberación de Mauthausen: “nunca más, nunca más, la opción totalitaria, el horror, el crimen por el crimen. Nunca más la guerra de la locura, nunca más el fascismo, el nazismo”. Aquella no fue la guerra de la locura, sino, como dijo hace unos meses su amigo Barack, en el aniversario del Día D, “todos sabemos que esa guerra fue esencial (…) la ideología nazi era el mal”.

Pero nadie puede igualarle como mediador, ni como estadista: comprende por igual a las dos partes. Y tiene experiencia acreditada en “mojarse por la paz” metáfora que empleó ayer y que habían acuñado los socialistas vascos para la negociación con ETA: “el Gobierno socialista es el que más se ha atrevido a mojarse por la paz” (M. Buen, 5-8-2006). Es verdad que aquí todavía le llueve a alguno en los alrededores del bar Faisán, pero en Oriente Próximo puede acreditar sus virtudes de estadista en un experimento con gaseosa. Aquello no tiene remedio y tampoco lo puede empeorar.

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