Historias de acercamientos
Santiago González
Ningún espectador de la política española puede, por mucho que se esfuerce, poner en cuestión los excelentes resultados de una política antiterrorista que ha vuelto al clasicismo: la dirige el Gobierno, que comparte información y estrategia con el principal partido de la oposición, a saber: aplicarse en la derrota de los terroristas empleando en ello todos los instrumentos del Estado de Derecho.
El Gobierno ha acercado en los dos últimos meses a cárceles más próximas al País vasco a una decena de presos históricos de la banda terrorista. No es momento para recordar cuántas veces se reprochó al principal partido de la oposición que Aznar había acercado presos, una cesión que Zapatero no había realizado. Ésta era una de las vigas maestras del famoso video de Pepe Blanco contra la política antiterrorista del PP.
Por una parte, se trataba de una acusación no muy justa: los acercamientos se produjeron como consecuencia de dos iniciativas parlamentarias: una de IU, defendida por Rosa Aguilar el 10 de noviembre de 1998 y otra del PNV y EA, el 15 de junio de 1999. Ambas instaron al Gobierno a acercar presos por unanimidad del Congreso de los Diputados.
Por otra, era una acusación inane: la política de acercamiento de presos es una concesión que puede permitirse el sistema ante expectativas favorables o precisamente para fomentarlas. Un suponer: ojalá todas las concesiones que se han hecho a ETA y Batasuna se hubieran quedado en el acercamiento de presos durante el delirante proceso que sus impulsores consideraban “de paz”. Se trata de una medida perfectamente reversible. No hay nada que impida enviarles de nuevo al Puerto de Santa María o al Salto del Negro, pongamos por caso. Como estamos viendo en estos días, ha habido concesiones más difícilmente reversibles, como la legalización de una parte de ANV, según criterios geográficos.
Evidentemente, no tenían razón quienes pronosticaban que apenas ganadas las elecciones, Zapatero volvería a la negociación. Su acusación carecía de lógica. Si el presidente del Gobierno se había embarcado en un proceso así para ganar las elecciones, y, después de fracasar, conseguía que el pueblo español no le exigiera cuentas del fiasco ni de los engaños en las urnas, ¿por qué iba a volver a jugar con fuego?
Entre los nombres de los acercados hay algunos clásicos: Pakito Mujika Garmendia, Carlos Almorza, ‘Pedrito de Andoain’ y Koldo Aparicio, la mitad del equipo que escribió en el verano de 2004 una carta ‘liki’ a ETA: “nunca en la historia de esta Organización nos hemos encontrado tan mal. (...) La incapacidad de potenciar la lucha armada y la imposibilidad de acumular fuerzas que posibiliten la negociación en última instancia con el poder central nos obliga a replantear la estrategia vanguardista defendida hasta ahora.”
Eran unos precursores, pero tuvieron mala suerte. El 14 de noviembre de aquel año, Otegi ofreció el ramo de olivo en el huerto de Anoeta y un presidente del Gobierno lo aceptó dos meses más tarde. Naturalmente, los visionarios fueron expulsados.
Carlos Almorza ya debía de saber que el suyo era un oficio sin futuro y sin prestigio. En 1993, el año de su detención en Francia, llamó a un empresario a quien estaba extorsionando en nombre de ETA y, naturalmente, del pueblo vasco. Un hijo de la víctima, que estaba al corriente del asunto, le dijo que su padre no estaba. “Es que algunos trabajan, ¿sabes?” “Oye”, replicó un desconcertado terrorista, “a ver si te crees que los demás nos tocamos los cojones”.
El Gobierno ha acercado en los dos últimos meses a cárceles más próximas al País vasco a una decena de presos históricos de la banda terrorista. No es momento para recordar cuántas veces se reprochó al principal partido de la oposición que Aznar había acercado presos, una cesión que Zapatero no había realizado. Ésta era una de las vigas maestras del famoso video de Pepe Blanco contra la política antiterrorista del PP.
Por una parte, se trataba de una acusación no muy justa: los acercamientos se produjeron como consecuencia de dos iniciativas parlamentarias: una de IU, defendida por Rosa Aguilar el 10 de noviembre de 1998 y otra del PNV y EA, el 15 de junio de 1999. Ambas instaron al Gobierno a acercar presos por unanimidad del Congreso de los Diputados.
Por otra, era una acusación inane: la política de acercamiento de presos es una concesión que puede permitirse el sistema ante expectativas favorables o precisamente para fomentarlas. Un suponer: ojalá todas las concesiones que se han hecho a ETA y Batasuna se hubieran quedado en el acercamiento de presos durante el delirante proceso que sus impulsores consideraban “de paz”. Se trata de una medida perfectamente reversible. No hay nada que impida enviarles de nuevo al Puerto de Santa María o al Salto del Negro, pongamos por caso. Como estamos viendo en estos días, ha habido concesiones más difícilmente reversibles, como la legalización de una parte de ANV, según criterios geográficos.
Evidentemente, no tenían razón quienes pronosticaban que apenas ganadas las elecciones, Zapatero volvería a la negociación. Su acusación carecía de lógica. Si el presidente del Gobierno se había embarcado en un proceso así para ganar las elecciones, y, después de fracasar, conseguía que el pueblo español no le exigiera cuentas del fiasco ni de los engaños en las urnas, ¿por qué iba a volver a jugar con fuego?
Entre los nombres de los acercados hay algunos clásicos: Pakito Mujika Garmendia, Carlos Almorza, ‘Pedrito de Andoain’ y Koldo Aparicio, la mitad del equipo que escribió en el verano de 2004 una carta ‘liki’ a ETA: “nunca en la historia de esta Organización nos hemos encontrado tan mal. (...) La incapacidad de potenciar la lucha armada y la imposibilidad de acumular fuerzas que posibiliten la negociación en última instancia con el poder central nos obliga a replantear la estrategia vanguardista defendida hasta ahora.”
Eran unos precursores, pero tuvieron mala suerte. El 14 de noviembre de aquel año, Otegi ofreció el ramo de olivo en el huerto de Anoeta y un presidente del Gobierno lo aceptó dos meses más tarde. Naturalmente, los visionarios fueron expulsados.
Carlos Almorza ya debía de saber que el suyo era un oficio sin futuro y sin prestigio. En 1993, el año de su detención en Francia, llamó a un empresario a quien estaba extorsionando en nombre de ETA y, naturalmente, del pueblo vasco. Un hijo de la víctima, que estaba al corriente del asunto, le dijo que su padre no estaba. “Es que algunos trabajan, ¿sabes?” “Oye”, replicó un desconcertado terrorista, “a ver si te crees que los demás nos tocamos los cojones”.
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