05 diciembre 2008

Un país sin ventanas

Santiago González

Euskadi es un país lleno de plazas sin ventanas, habitado por un paisanaje que ha suspendido toda curiosidad, como en alguna de las novelas de Leonardo Sciascia, que tan buenas escenas dieron al cine italiano de los años sesenta y setenta: ‘El día de la lechuza’, ‘A cada uno lo suyo’, o ‘Un caso de conciencia’, por poner unos ejemplos.

Plaza de un pueblo siciliano. Exterior día. El sol de mediodía cae a plomo sobre la plaza deshabitada en cuyo centro hay una señal de vida ausente: un cadáver. La cámara muestra las fachadas de las casas, con las contraventanas cerradas a cal y canto. Desde un interior a oscuras puede verse una sombra que echa un vistazo al exterior a través de las rendijas.

Las calles de Azpeitia podían haber sido ayer la plaza de Palermo, si no fiera por el clima. Ni una ventana abierta cuando entraron en el pueblo dos caravanas de coches oficiales. La primera de ellas era la del presidente del Gobierno. La segunda, del líder de la oposición. Las dos juntas sumaban una veintena de coches oficiales, con sus chóferes y sus escoltas. ¿Es posible que nada de esto despierte una mínima curiosidad en los aborígenes?¿Ni siquiera en los niños? Zapatero había tenido ya ocasión de comprobarlo en la gran manifestación de ¡Basta Ya! Que recorrió las calles de San Sebastián el 23 de septiembre de 2000. A lo largo de todo el recorrido sólo había una ventana abierta. De ella colgaba una pancarta contra la dispersión de los presos y la única mujer que se asomó se dedicó a intercambiar insultos con algunos manifestantes.

Hay una sensación de tiempo estancado en el País Vasco. “Este país vive en tiempo de tragedia”, escribió Julio Caro Baroja en el prólogo de ‘El laberinto vasco’: “y la tragedia consiste en una falta de adaptación al espacio y un desconocimiento total del tiempo en que se vive”. La tragedia en Euskadi es perceptible en ese tiempo suspendido sobre Azpeitia, en esa sorpresa renovada a cada crimen impropio. Desde el “era uno de los nuestros”, que dijo del empresario Korta un conmovido Román Sudupe hasta el “hablaba euskera. Sólo hablaba euskera”, con el que uno de los suyos exponía su incomprensión por el asesinato del concejal popular de Zarauz José Ignacio Iruretagoyena. Sin embargo, han pasado ya 32 años largos desde aquel 7 de abril en que ETA abandonó el cadáver del empresario del PNV Ángel Berazadi.

El único detalle inédito es que Zapatero y Rajoy habían viajado en el mismo avión desde Madrid y que, tras pasar por la capilla ardiente, volvieron a marcharse juntos. No sabemos cuánto tiempo mantendrán esta imagen de unidad, que hace verosímil la posibilidad de una política de Estado contra el terrorismo. Lo demás es humo.

Tenía razón ayer Iñigo Urkullu al moderar las expectativas que la salida de EA y Aralar del equipo de Gobierno municipal habían despertado en la opinión pública y, sobre todo, en la publicada. La prueba del nueve es que apoyen una moción de censura para quitarle la alcaldía a quien se ha negado a condenar el asesinato de Ignacio Uría. No lo harán. Apenas 24 horas después de consumado el crimen, el presidente de EA ha llamado ‘carroñero’ al PNV. Le parece inmoral que en momentos de ‘conmoción’, el partido más votado reclame el gobierno que ahora tienen, gracias al apoyo de EA y Aralar, los amigos de los asesinos. Es un diagnóstico moral infalible. Cuando pase la conmoción, todo pacto democrático contra los terroristas y sus cómplices será simplemente inadecuado. Y así hasta la próxima sorpresa: era un abertzale ejemplar. ¿Cómo han podido?

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