Santiago González
El de ayer ya era de por sí un día señalado. Estábamos a punto de alcanzar un cierto sosiego con el fin de una campaña larga y dura, cuando ETA volvió por donde acostumbra en los últimos 30 años con el asesinato de Isaías Carrasco Miguel, un exconcejal socialista de Mondragón que trabajaba en la autopista AP-1 Bilbao-Behobia.
Arrasate, que tal es el nombre en euskera de este pueblo, tiene 25.000 habitantes y está situado en la comarca guipuzcoana del Alto Deba. Las elecciones del 27 de mayo de 2007 dieron a ANV 7 concejales de los 21 que forman el Consistorio, seguido del PNV y PSE, con 4. No hubo acuerdo democrático y la marca blanca con la que Batasuna burló la Ley de Partidos se convirtió en la fuerza que detenta hoy la alcaldía. En las elecciones de 2003 La víctima ocupaba el quinto puesto en la candidatura socialista. La ilegalización de Batasuna y de sus estrategias alternativas impidió entonces su presencia en el Ayuntamiento. El PNV obtuvo 9 concejales y el PSE, 5. El último de ellos fue Carrasco.
El atentado confirma la cauta desconfianza que el ministro del Interior mantenía desde que ETA emitió el 5 de junio de 2007 el comunicado en que anunciaba la ruptura del alto el fuego: “A ellos les basta con tener suerte una sola vez. Nosotros tenemos que tenerla cada día”, advirtió Rubalcaba tras una eficaz operación de los Cuerpos de Seguridad del Estado contra el terrorismo etarra.
Las elecciones han ido siempre precedidas de atentados terroristas. En los prolegómenos de las primeras elecciones democráticas fue secuestrado Javier de Ybarra, antiguo alcalde de Bilbao que permaneció en poder de ETA durante toda la campaña electoral. Una semana después de aquel 15 de de junio de 1977 en el que la inmensa mayoría de los españoles votaron por primera vez, el cadáver de Ybarra fue abandonado por sus asesinos en el alto de Barázar.
Dos años después, el 31 de enero de 1979, los españoles afrontábamos las elecciones convocadas por Suárez dos meses después del referéndum constitucional. El ex guardia civil Félix de Diego Martínez se encontraba en el interior del bar Herrería, que su familia regentaba en Irún. Dos terroristas entraron en el bar y sin decir una palabra dispararon contra él. Félix de Diego era el compañero, la pareja de José Pardines Arcay, cuando Txabi Echebarrieta Ortiz se convirtió en el primer etarra que asesinó a un guardia civil y horas después en el primero en morir a tiros. Era el 7 de junio de 1968, fecha inaugural de una sangría que 40 años después no cesa.
El 5 de octubre de 1982, en vísperas de las generales que ganó Felipe González, Juan Carlos Ribeiro, de 33 años, apareció acribillado a tiros en una cuneta de Bakio. A una semana de las legislativas de 1986, fueron asesinados el comandante Sáenz de Ynestrillas, el teniente coronel Vesteiro y el soldado conductor Francisco Casillas. Poco antes de las generales de 1996, el 6 de febrero fue asesinado Fernando Múgica Herzog en san Sebastián. Ocho días después lo fue Francisco Tomás y Valiente en Madrid. El 22 de febrero de 2000, mientras los partidos engrasaban su maquinaria electoral para las elecciones legislativas del 12 de marzo, ETA puso un coche bomba al paso del portavoz socialista en el Parlamento vasco, Fernando Buesa Blanco y su escolta, Jorge Díez Elorza.
Esto es lo que hay. Análoga cuenta sangrienta registran las campañas electorales de las elecciones autonómicas y locales. El senador Enrique Casas fue asesinado en su casa de San Sebastián en vísperas de la jornada de reflexión de las elecciones al Parlamento vasco de febrero de 1984.
Esta jornada, absurdamente consagrada a que los candidatos descansen y los ciudadanos meditemos sobre el sentido de nuestro voto, deberíamos emplearla justamente para reflexionar sobre si los supuestos de los que se partía para definir la política acerca del terrorismo durante los últimos cuatro años eran correctos y si los medios empleados eran los más apropiados en relación con los fines que perseguíamos.
ETA es una pedagoga implacable y cruel, además de tenaz. Debemos sacar lecciones provechosas de su insobornable actitud a lo largo de los últimos treinta años y descartar en adelante el recurrente vicio de incurrir en los mismos errores de ocasiones anteriores.
Deberían reflexionar cuantos han creído en el descabellado infundio que estos días se ha extendido vía sms, dando cuenta de que ETA iba a protagonizar hoy un simulacro de rendición ante Zapatero para regalarle la victoria electoral de mañana. Los autores de esta infamia no sabían nada de nuestros terroristas.
El presidente debería reflexionar también sobre el titular de su última entrevista de campaña en El Correo de ayer: “ETA debe ofrecer hechos irrefutables para que haya nuevos pasos”. ¿Qué podríamos considerar hechos irrefutables? La condición ya era inequívoca en la resolución aprobada por el Congreso de los Diputados el 17 de mayo de 2005: “Si se producen las condiciones adecuadas para el final dialogado de la violencia, fundamentadas en una clara voluntad de poner fin a la misma y en actitudes inequívocas que puedan conducir a esa convicción, apoyamos procesos de diálogo…”
No es preciso que el presidente se cubra la cabeza de ceniza y se dé golpes de pecho a la vista del público. Se trata sólo de que se corrijan los errores e insistan en el procedimiento adoptado ayer tras el asesinato al ponerse de acuerdo con el líder de la oposición en suspender los actos del fin de campaña.
Se trata de que inauguren una nueva etapa en la que el partido a quien los españoles confíen la tarea de gobernar mañana y el principal partido de la oposición acuerden la política contra ETA. Así se hizo durante la breve etapa de vigencia plena del pacto antiterrorista cuyo cañamazo argumental sigue siendo la estrategia más eficaz que la democracia española haya desarrollado contra la banda armada.
El Gobierno debería perseverar en la desconfianza y no pasar por alto los hechos. La alcaldesa de Mondragón, Ino Galparsoro, y sus seis concejales sincopados han guardado un ominoso silencio tras el crimen. Este es un motivo para la reflexión del solitario concejal de Aralar que les dio su voto y de los tres 'madrazos' que comparten con ANV responsabilidades de gobierno. No es probable que vayan a presentar su dimisión en bloque, molestos por la indignidad de tener relaciones con los asesinos. Tampoco parece que ETA o Batasuna vayan a sufrir una escisión a corto plazo, aunque el atentado no deba confundirnos sobre su inequívoca debilidad logística y organizativa. La sangre es la especie bajo la que se comulga en esa misa negra y los atentados, la esencia de su liturgia.
No hay que confundir los discursos con los hechos. Durante demasiado tiempo hemos recurrido a pintorescas clasificaciones dicotómicas para analizar el interior de la banda terrorista. Con tesón de sexadores de pollos, hemos dividido a los etarras en duros y blandos, halcones y palomas, ‘militares’ y partidarios de la negociación. Ambas condiciones mudaban con el tiempo. Los halcones de ayer iban transformándose en palomas con el paso de los años. Josu Ternera, halcón frente a Txomin Iturbe, ha terminado siendo paloma ante Txeroki.
Tarea admirable de ornitólogos, pero inane. Los halcones y las palomas han sido partidarios de negociar en igual medida y tanto unos como otros eran partidarios de forzar la negociación mediante lo que eufemísticamente se llamaba “acumulación de fuerzas”. Es decir, matando.
Los militantes de los dos grandes partidos nacionales tienen ante sí una primera tarea: aislar a los únicos culpables de este asesinato: la banda terrorista y el brazo político que les ampara, justifica o disculpa. Deben reconocer después la legitimidad de sus adversarios y poner todo su empeño en evitar los espectáculos denigrantes que se dieron en los funerales por las víctimas de ETA durante la ofensiva terrorista que sucedió al fin de la tregua de 1998.
Hay mucho que recomponer, mucha convivencia que se ha roto a lo largo de estos últimos cuatro años y es urgente ponerle remedio a eso. Muy urgente.
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